lunes, 13 de abril de 2009

Resumen sobre La Distinción: Pierre Bourdieu - Para alumnos de Sociología del Arte

ISFDAC ‘Mario A. Crulcich’ – La Rioja

Sociología del Arte

Lic. y Mag. María Rosa Di Santo

Resumen de algunos capítulos de la obra:

Bourdieu, Pierre; (1988) ‘La distinción. Criterios y bases sociales del gusto’; Edit. Taurus; España.

Cap. Nº1: Títulos y cuarteles de nobleza cultural

El gusto es “…una de las apuestas más vitales de las luchas que tienen lugar en el campo de la clase dominante y en el campo de la producción cultural”. El juicio del gusto es “la suprema manifestación del discernimiento[1] que, reconciliando el entendimiento y la sensibilidad, el pedante que comprende sin sentir y el mundano que disfruta sin comprender, define al hombre consumado”. El problema es que, tradicionalmente, hay una tendencia a negar la incidencia de lo social en el gusto, pese a la “evidencia” de que existe una relación “entre el gusto y la educación, entre la cultura en el sentido de lo que es cultivado y la cultura como acción de cultivar” o de que “detrás de las relaciones estadísticas entre el capital escolar o el origen social y tal o cual saber, o tal o cual manera de utilizarlo, se ocultan relaciones entre grupos que mantienen a su vez relaciones diferentes, a veces antagónicas, con la cultura, según las condiciones en las que han adquirido su capital cultural y los mercados en los que pueden obtener de él un mayor provecho…” (pág. 9 y 10).

“Con vistas a conseguir determinar cómo la disposición cultivada y la competencia cultural, aprehendidas mediante la naturaleza de los bienes consumidos y la manera de consumirlos, varían según las categorías de los agentes y según los campos a los cuales aquellas se aplican, desde los campos más legítimos, como la pintura o la música, hasta los más libres, como el vestido, el mobiliario o la cocina, y, dentro de los campos legítimos, según los ‘mercados’ – ‘escolar’ o ‘extraescolar’ – en los que se ofrecen, se establecen dos hechos fundamentales: por una parte, la fuerte relación que une las prácticas culturales (o las opiniones aferentes) con el capital escolar (medido por las titulaciones obtenidas) y, secundariamente, con el origen social (estimado por la profesión del padre); y, por otra parte, el hecho de que, a capital escolar equivalente, el peso del origen social en el sistema explicativo de las prácticas y de las preferencias se acrecienta a medida que nos alejamos de los campos más legítimos”[2]. (pág. 11)

“…De todos los objetos que se ofrecen a la elección de los consumidores, no existen ningunos más enclasantes que las obras de arte legítimas que, globalmente distintivas, permiten la producción de distingos al infinito, gracias al juego de las divisiones y subdivisiones en géneros, épocas, maneras, autores, etc. (…) Pueden distinguirse así, si nos atenemos a las oposiciones más importantes, tres universos de gustos que se corresponden en gran medida con los niveles escolares y con las clases sociales: el gusto legítimo, es decir, el gusto por las obras legítimas (…) aumenta con el nivel escolar, hasta lograr su frecuencia más alta en las fracciones de la clase dominante más ricas en capital escolar[3]; el gusto ‘medio’, que reúne las obras menores de las artes mayores[4] (…) es más frecuente en las clases medias que en las clases populares o que en las fracciones ‘intelectuales’ de la clase dominante; y el gusto ‘popular’[5] encuentra su frecuencia máxima en las clases populares y varía en razón inversa al capital escolar…” (pág. 13 a 15).

“Para interpretar adecuadamente las diferencias observadas entre las clases o en el seno de la misma clase, en la relación con las diferentes artes legítimas – pintura, música, teatro, literatura, etc. – será preciso analizar en su totalidad los usos sociales, legítimos o ilegítimos, a los que se presta cada una de las artes, de los géneros, de las obras o de las instituciones consideradas. Si, por ejemplo, no existe nada que permita tanto a uno afirmar su ‘clase’ como los gustos en música, nada por lo que se sea tan infaliblemente calificado, es sin duda porque no existe práctica más enclasante (…) que la frecuentación de conciertos o la práctica de un instrumento de música ‘noble’ (…). Pero ocurre también que la exhibición de la ‘cultura musical’ no es un alarde cultural como los otros: en su definición social, la ‘cultura musical’ es otra cosa que una simple suma de conocimientos y experiencias unida a la aptitud para hablar sobre ella. La música es la más espiritualista de las artes del espíritu y el amor a la música es una garantía de ‘espiritualidad’. (…) Ser ‘insensible a la música’ representa, sin duda, para un mundo burgués que piensa su relación con el pueblo basándose en el modo de relacionarse alma y cuerpo, algo así como una forma especialmente inconfesable de grosería materialista. Pero esto no es todo. La música es el arte ‘puro’ por excelencia; la música no dice nada ni tiene nada que decir; al no tener nunca una función expresiva, contrasta con el teatro que, incluso en sus formas más depuradas, sigue siendo portador de un mensaje social. (…) El teatro divide y se divide: el contraste entre (…) el teatro burgués y el teatro de vanguardia es inseparablemente estético y político. Nada de eso ocurre en la música (dejando al margen algunas raras excepciones recientes): la música representa la forma más radical, más absoluta de la negación del mundo, y en especial del mundo social, que el ethos burgués induce a esperar de todas las formas del arte” (pág. 16).

“…La mayor parte de los productos sólo reciben su valor social en el uso social” (pág. 19), por lo cual hay que “hacer explícitas por completo las múltiples y contradictorias significaciones que revisten estas obras, en un momento dado, para el conjunto de los agentes sociales y, en especial, para las categorías de individuos que las distinguen o se oponen a ellas (…). Ello significaría tener en cuenta, por una parte, las propiedades socialmente pertinentes atribuidas a cada una de ellas, es decir, la imagen social de las obras (barroca/moderna; temperamento/disonancia; rigor/lirismo, etc.), de los autores y, sobre todo, quizás, de los instrumentos correspondientes (sonoridad acre y ruda de la cuerda punteada/sonoridad cálida y burguesa de la cuerda pulsada) y, por otra parte, las propiedades de distribución que tienen estas obras en su relación (más o menos conscientemente percibidas, según los casos) con las diferentes clases o fracciones de clase- ‘esto hace…’ - y con las condiciones correlativas de la recepción (conocimiento – tardío – mediante el disco/ conocimiento – precoz – por la práctica del piano, instrumento burgués por excelencia) (pág. 17).

El efecto de la titulación

“Conociendo la relación que se establece entre el capital cultural heredado de la familia y el capital escolar por el hecho de la lógica de la transmisión del capital cultural y del funcionamiento del sistema escolar, sería imposible imputar a la sola acción del sistema escolar (y, con mayor razón, a la educación propiamente artística que éste proporcionaría, a todas luces casi inexistente) la fuerte correlación observada entre la competencia en materia de música o pintura (y la práctica que esta competencia supone y hace posible) y el capital escolar: este capital es, en efecto, el producto garantizado de los resultados acumulados de la transmisión cultural asegurada por la familia y de la transmisión cultural asegurada por la escuela (cuya eficacia depende de la importancia del capital cultural directamente heredado de la familia). Por medio de las acciones de inculcación e imposición de valores que ejerce, la institución escolar contribuye también (en una parte más o menos importante según la disposición inicial, es decir, según la clase de origen) a la constitución de la disposición general y trasladable con respecto a la cultura legítima que, adquirida conjuntamente con los conocimientos y las prácticas escolarmente reconocidas, tiende a aplicarse más allá de los límites de lo ‘escolar’, tomando la forma de una propensión ‘desinteresada’ a acumular unas experiencias y unos conocimientos que pueden o no ser directamente rentables en el mercado escolar”[6].

Merece prestarle atención al “efecto mejor encubierto, sin duda, de la institución escolar, el efecto que produce la imposición de titulaciones, caso particular del efecto de asignación de status, positivo (ennoblecimiento) o negativo (estigmatización), que todo grupo produce al asignar a los individuos a unas clases jerarquizadas. A diferencia de los poseedores de un capital cultural desprovisto de certificación académica, que siempre pueden ser sometidos a pruebas porque no son más que lo que hacen, simples hijos de sus obras culturales, los poseedores de títulos de nobleza cultural – semejantes en esto a los poseedores de títulos nobiliarios, en los que el ser, definido por la fidelidad a una sangre, a un suelo, a una raza, a un pasado, a una patria, a una tradición, es irreductible a un hacer, a una capacidad, a una función – no tienen más que ser lo que son, porque todas sus prácticas valen lo que vale su autor, al ser la afirmación y la perpetuación de la esencia en virtud de la cual se realizan[7]. (…) …los poseedores de títulos de nobleza cultural están separados por una diferencia innata de los simples plebeyos de la cultura, que están irremediablemente destinados al estatus dos veces devaluado de autodidacta y de ‘ejecutante de una función’. Las noblezas son esencialistas: al tener la existencia por una emanación de la esencia…”. “Es el mismo esencialismo que les fuerza a imponerse a ellas mismas lo que les impone su esencia – ‘nobleza obliga’ -, a exigirse a ellas mismas lo que nadie sería capaz de exigirles, a probarse a ellas mismas que están a su propia altura, es decir, a la altura de su esencia. Se entiende cómo se ejerce el efecto de las marcas y clasificaciones académicas. (…) No hay nada, pues, de paradójico en el hecho de que la institución escolar defina en sus fines y en sus medios la empresa de autodidaxia legítima que supone la adquisición de una ‘cultura general’…” (pág. 21). Es una “exigencia tácita” no ajena a los “valores de clase”.

Estos efectos “contribuyen, sin duda, en gran parte, a hacer que la institución escolar llegue a imponer unas prácticas culturales que ella no inculca y que ni siquiera exige expresamente, pero que forma parte de los atributos estatutariamente ligados a las posiciones que asigna, a las titulaciones que confiere y a las posiciones sociales a las que estas titulaciones dan acceso. (…) Así se explica que la propensión y la aptitud para acumular conocimientos ‘gratuitos’, tales como el nombre de los directores cinematográficos, estén ligadas al capital escolar de una manera más estrecha y más exclusiva que la simple frecuentación del cine, que varía más en función de los ingresos, de la residencia y de la edad”. (pág. 23)

“Una competencia de este tipo (…) es casi siempre producto de aprendizajes no intencionados que hacen posible una disposición obtenida gracias a la adquisición familiar o escolar de la cultura legítima. Provista de un conjunto de esquemas de percepción y apreciación, de aplicación general[8], esta disposición transportable es la que inclina hacia otras experiencias culturales y permite percibirlas, clasificarlas y memorizarlas de distinta manera (…) ayudados en el reconocimiento e lo que es digno de verse y de la forma acertada de verlo por todo el grupo al que pertenece (…) y por todo el cuerpo de críticos a los que este último reconoce autoridad para producir las clasificaciones legítimas y el discurso de obligado acompañamiento de toda degustación artística digna de tal nombre”. (pág. 25). “Anticipándonos a su demostración, puede afirmarse, simplificando, que las titulaciones académicas aparecen como una garantía de la aptitud para adoptar la disposición estética porque están ligadas a un origen burgués o a un modo de existencia casi burguesa, que llevan aparejados un aprendizaje escolar prolongado…” (pág 26).

La Disposición estética

“Reconocer que toda obra legítima tiende en realidad a imponer las normas de su propia percepción (…) no es constituir en esencia un modo de percepción particular, sucumbiendo así a la ilusión que fundamenta el reconocimiento de la legitimidad artística, sino hacer constar el hecho de que todos los agentes, lo quieran o no, tengan o no tengan los medios de acomodarse a ello, se encuentra objetivamente medidos con estas normas. Esto significa darse la posibilidad simultánea de determinar si (…) estas disposiciones y competencias son dones naturales o productos del aprendizaje, y de sacar a la luz las condiciones ocultas del milagro de la desigual distribución entre las distintas clases sociales de la aptitud para el inspirado contacto con la obra de arte…” (pág. 26).

Todo análisis esencial de la disposición estética, la única forma considerada socialmente como ‘correcta’ para abordar los objetos designados socialmente como obras de arte, es decir, como objetos que a la vez exigen y merecen ser abordados conforme a una intención propiamente estética, capaz de reconocerlos y constituirlos como obra de arte, está necesariamente destinado al fracaso: en efecto, al negarse a tener en cuenta la génesis colectiva e individual de este producto de la historia, que debe ser reproducido por la educación de manera indefinida, dicha forma de análisis se incapacita para restituirle su única razón de ser, esto es, la razón histórica en que se basa la arbitraria necesidad de la institución. Si ciertamente la obra de arte (…) es aquello que exige ser percibido según una intención estética, y si, por otra parte, todo objeto, tanto natural como artificial, puede ser percibido de acuerdo con una intención estética, ¿cómo evitar la conclusión de que es la intención estética la que hace la obra de arte…?”. Entonces, las preguntas claves serían, buscando explicitar los principios de legitimidad de la obra de arte, ¿quién dice qué es arte y, de esa forma, lo legitima? (pág. 27)

El gusto puro y el ‘gusto bárbaro’

Es equivalente a hablar de dos ‘castas’ antagónicas: “los que lo entienden (al arte moderno) y los que no lo entienden” como si una parte de la especie humana poseyera “un órgano de comprensión” negado a la otra parte, dice Bourdieu, criticando el análisis esencialista de Ortega y Gasset que distingue a una elite formada por los ‘mejores’, del pueblo en general, ‘las masas’, incapaces de entender lo nuevo. “La contemplación pura – la preeminencia de la forma – implica una ruptura con la actitud ordinaria respecto al mundo, que representa por ello mismo una ruptura social”. El pueblo se identifica frente a los ‘dramas’, lo ‘humano’: “las pasiones, las emociones, los sentimientos…” – según Ortega y Gasset -. “Rechazar lo ‘humano’ es, evidentemente, rechazar lo genérico, es decir, lo común, ‘fácil’ e inmediatamente accesible, y, desde luego, todo lo que reduce al animal estético a la pura y simple animalidad, al placer sensible o al deseo sensual; es contraponer al interés por el propio contenido de la representación, que lleva a llamar bella a la representación de las cosas bellas, y en particular de aquellas que de manera más inmediata dicen algo a los sentidos y a la sensibilidad, la indiferencia y la distancia que impiden subordinar el juicio basado en la representación a la naturaleza del objeto representado…” (pág. 28 a 30).

La estética popular

“Todo ocurre como si la ‘estética popular’ estuviera fundada en la afirmación de la continuidad del arte y de la vida, que implica la subordinación de la forma a la función. (…) La hostilidad de las clases populares y de las fracciones menos ricas en capital cultural de las clases medias con respecto a cualquier especie de investigación formal se afirma tanto en materia teatral como en materia pictórica, o en materia fotográfica o cinematográfica. (…) Tanto en el teatro como en el cine, el público popular se complace en las intrigas lógica y cronológicamente orientadas hacia un happy end y ‘se reconoce’ mejor en unas situaciones y personajes dibujados con sencillez que en figuras o acciones ambiguas y simbólicas, o en los enigmáticos problemas de teatro… (…) El principio de las reticencias y de los rechazos no reside solamente en la falta de familiaridad sino también en un profundo deseo de participación, que la investigación formal frustra de manera sistemática…” (pág. 30).

“El cisma cultural que asocia cada clase de obras a su público hace que no resulte fácil obtener un juicio realmente sincero y sensible, por parte de las clases populares, sobre las investigaciones del arte moderno”. Y cuando accede a esas investigaciones formales, mezcladas en tiras televisivas o en películas de supuesto consumo masivo, “se sublevan, no sólo porque no sienten la necesidad de estos juegos puros, sino porque a veces comprenden que los mismos obtienen su necesidad de la lógica de un cierto campo de producción que, por medio de estos juegos, les excluye…”.”La investigación formal resulta, a los ojos del público popular, uno de los índices de lo que a veces se experimenta como una voluntad de mantener a distancia al no iniciado o (…) de hablar a los otros iniciados ‘por encima de la cabeza del público’”. (pág. 31)

En general, “el espectáculo popular es el que procura, de forma inseparable, la participación individual del espectador en el espectáculo y la participación colectiva en la fiesta cuya ocasión es el propio espectáculo” porque, por una parte, ofrece “satisfacciones más directas, más inmediatas” pero, por otra, porque “mediante las manifestaciones colectivas que suscitan y el despliegue del espectacular lujo que ofrecen (…) satisfacen (…) al gusto y al sentido de la fiesta, de la libertad de expresión y de la risa abierta, que liberan al poner al mundo social patas arriba, al derribar las convenciones y las conveniencias” (pág. 32).

El distanciamiento estético

Aquello es “lo opuesto al desapego del esteta que, como se ve en todos los casos en los que se apropia de alguno de los objetos del gusto popular, como pueden ser el western o los dibujos animados, introduce una distancia, una separación – medida de su distante distinción – en relación con la percepción ‘de primer grado’, al desplazar el interés desde el ‘contenido’, personajes, peripecias, etc., hacia la forma, hacia los efectos propiamente artísticos, que no se aprecian sino relacionalmente, mediante la comparación con otras obras, comparación que excluye por completo la inmersión en la singularidad de la obra inmediatamente conocida. Desapego, desinterés, indiferencia…” (pàg. 32/3). Se trata del rechazo de cualquier especie de “adhesión ingenua, de abandono ‘vulgar’ a la seducción fácil y al entusiasmo colectivo” (pág. 33).

“No existe, pues, nada que distinga de forma tan rigurosa a las diferentes clases como la disposición objetivamente exigida por el consumo legítimo de obras legítimas, la aptitud para adoptar un punto de vista propiamente estético sobre unos objetos ya constituidos estéticamente, (…) y, lo que aún es más raro de encontrar, la capacidad de constituir estéticamente cualquier clase de objetos o incluso objetos ‘vulgares’ (…) o de comprometer los principios de una estética ‘pura’ en las opciones más ordinarias de la existencia ordinaria, por ejemplo en materia de cocina, de vestimenta o de decoración…” (pág. 37).

Una ‘estética’ anti-kantiana

La ‘estética popular’- que es siempre una estética ‘dominada’ de la cual las clases populares son conscientes - aparece como “el lado negativo de la estética kantiana” que sostenía “el desinterés” de la contemplación. Los miembros de las clases populares “esperan de cualquier imagen que desempeñe una función” y “manifiestan en todos sus juicios la referencia, con frecuencia explícita, a las normas de la moral o del placer” (pág. 38).

Esta ‘estética’, que subordina la forma y la propia existencia de la imagen a su función, es necesariamente pluralista y condicional” y se manifiesta en un rechazo a la idea de que, por ejemplo, una fotografía “pueda complacer a todo el mundo”. Por eso una estética como esta “no pueda hacer otra cosa que rechazar la imagen de lo insignificante” a excepción del “color”. Y esto se explica porque “nada es más ajeno a la conciencia popular que la idea de un placer estético que sea independiente del placer de las sensaciones”. Kant decía que “el gusto es siempre bárbaro cuando mezcla los encantos y emociones a la satisfacción y es más, si hace de aquellas la medida de su asentimiento” (pág. 39).

“Rechazar la imagen insignificante (…) o la imagen ambigua es rehusar tratarla como finalidad sin fin, como imagen que se significa a sí misma, y por consiguiente sin otra referencia que ella misma. (…) En resumen, la obra, sea cual sea la perfección con que cumpla su función de representación, sólo aparece plenamente justificada (para la estética popular) si la cosa representada merece serlo, si la función de representación está subordinada a una función más alta, como es la de exaltar, al fijarla, una realidad digna de ser eternizada. Tal es el fundamento de ese ‘gusto inculto’ al que se refieren siempre de manera negativa las formas más antitéticas de la estética dominante, y que no reconoce otra representación que la representación realista, es decir, respetuosa, humilde, sumisa, de los objetos designados por su belleza o por su importancia social” (pág. 39/40)

La distancia con respecto a la necesidad

“Para explicar que al aumentar el capital escolar aumenta asimismo la propensión a apreciar una obra ‘con independencia de su contenido’ (…) y, de manera más general, la propensión a esas inversiones ‘gratuitas’ y ‘desinteresadas’ que reclaman las obras legítimas, no basta con invocar el hecho de que el aprendizaje escolar proporciona los instrumentos linguísticos y las referencias que permiten expresar la experiencia estética y constituirla al expresarla: lo que en realidad se afirma en esta relación es la dependencia de la disposición estética con respecto a las condiciones materiales de la existencia, pasadas y presentes, que constituyen la condición tanto de su constitución como de su realización, al mismo tiempo que de la acumulación de un capital cultural (académicamente sancionado o no) que sólo puede ser adquirido al precio de una especie de retirada fuera de la necesidad económica. La disposición estética, que tiende a poner entre paréntesis la naturaleza y la función del objeto representado y a excluir cualquier tipo de reacción ‘ingenua’ (…) de la misma manera que cualquier respuesta puramente ética, para no tomar en consideración más que el modo de representación, el estilo – percibido y apreciado mediante la comparación con otros estilos -, es una dimensión de una relación global con el mundo y con los otros, de un estilo de vida en el que se exteriorizan, bajo una forma irreconocible, los efectos de unas condiciones particulares de existencia: condición de todo aprendizaje de la cultura legítima, ya sea implícito y difuso como es, casi siempre, el aprendizaje familiar, o explícito y específico, como el escolar, estas condiciones de existencia se caracterizan por la suspensión y el aplazamiento de la necesidad económica, y por la distancia objetiva y subjetiva de la urgencia práctica…” (pág. 50/1)

“El poder económico es, en primer lugar, un poder de poner la necesidad económica a distancia” y que se manifiesta en “un disposición general a lo ‘gratuito’, a lo ‘desinteresado’” (pág. 52).

“…Por ello mismo, la disposición estética se define también, objetiva y subjetivamente, en relación con otras disposiciones: la distancia objetiva con respecto a la necesidad y a los que se encuentran envueltos en ella se acompaña de un distanciamiento intencionado que duplica la libertad por medio de la exhibición. A medida que aumenta la distancia objetiva con respecto a la necesidad, el estilo de vida se convierte cada vez más en el producto de lo que Weber denomina una ‘estilización de la vida’, sistemático partido que orienta y organiza las prácticas más diversas, ya sea la elección de un vino por el año de su cosecha y de un queso, ya sea la decoración de una casa de campo. Como afirmación de un poder sobre la necesidad dominada, contiene siempre la reivindicación de una superioridad legítima sobre los que, al no saber afirmar el desprecio de las contingencias en el lujo gratuito y el despilfarro ostentoso, continúan dominados por los intereses y las urgencias ordinarias: los gustos de libertad no pueden afirmarse como tales más que en relación con los gustos de necesidad, introducidos por ello en el orden de la estética, luego constituidos como vulgares. Esta pretensión aristocrática tiene menos probabilidades que cualquier otra de ser discutida, puesto que la relación de la disposición ‘pura’ y ‘desinteresada’ con las condiciones que la hacen posible (…) tiene todas las posibilidades de pasar desapercibida, teniendo de este modo el privilegio más enclasante: el privilegio de aparecer como el que tiene más fundamento por naturaleza” (pág. 53).

El sentido estético como sentido de la distinción

“La disposición estética (…) es también[9] una expresión distintiva de una posición privilegiada en el espacio social, cuyo valor distintivo se determina objetivamente en la relación con expresiones engendradas a partir de condiciones diferentes. Como toda especie de gusto, une y separa; al ser el producto de unos condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia, une a todos los que son producto de condiciones semejantes, pero distinguiéndolos de todos los demás y en lo que tienen de más esencial, ya que el gusto es el principio de todo lo que se tiene, personas y cosas, y de todo lo que se es para los otros, de aquello por lo que uno se clasifica y por lo que le clasifican” (pág. 53).

Los gustos (esto es, las preferencias manifestadas) son la afirmación práctica de una diferencia inevitable. No es por casualidad que, cuando tienen que justificarse, se afirmen de manera enteramente negativa, por medio del rechazo de otros gustos: en materia de gustos, más que en cualquier otra materia, toda determinación es negación; y sin lugar a dudas, los gustos son, ante todo, disgustos, hechos horrorosos o que producen una intolerancia visceral (‘es como para vomitar’) para los otros gustos, los gustos de los otros. De gustos y colores no se discute: no porque todos los gustos estén en la naturaleza, sino porque cada gusto se siente fundado por naturaleza – y casi lo está, al ser habitus – lo que equivale a arrojar a los otros en el escándalo de lo antinatural (pág. 53/4).

Cuarteles de nobleza cultural

“Si las variaciones del capital escolar siempre están muy íntimamente ligadas con las variaciones de la competencia (…) no es menos cierto que, a capital escolar equivalente, las diferencias de origen social (cuyos efectos se expresan ya en las diferencias de capital escolar) estás asociadas a unas diferencias importantes” a través de una cierta “familiaridad con la cultura” y de una cultura en vías de legitimación, más arriesgada, ‘libre’, “que puede, en muchas ocasiones, tener un rendimiento simbólico muy alto y procurar un gran beneficio de distinción. El peso relativo del capital escolar en el sistema de factores explicativos puede ser incluso mucho más pequeño que el peso del origen social”, en términos de familiaridad con la cultura, donde “se afirman los verdaderos derechos de la burguesía, que se miden por la antigüedad” (pág. 61).

Las maneras y la manera de adquirir

“Adquirida en la relación con un cierto campo que funciona a la vez como institución de inculcación y como mercado, la competencia cultural (o lingüística) permanece definida por sus condiciones de adquisición que, perpetuadas en el mundo de utilización – es decir, en una determinada relación con la cultura o con la lengua – funcionan como una especie de ‘marca de origen’ y, al solidarizarla con cierto mercado, contribuyen también a definir el valor de sus productos en los diferentes mercados. Dicho de otra forma, lo que se capta mediante indicadores tales como el nivel de instrucción o el origen social o, con mayor exactitud, lo que se capta en la estructura de la relación que los une, son también modos de producción del habitus cultivado, principios de diferencias no sólo en las competencias adquiridas sino también en las maneras de llevarlas a la práctica, conjunto de propiedades secundarias que, al ser reveladoras de las diferentes condiciones de adquisición, están predispuestas a recibir unos valores muy diferentes sobre los diferentes mercados”.

“Sabiendo que la manera es una manifestación simbólica cuyo sentido y valor dependen tanto de los que la perciben como del que la produce, se comprende que la manera de utilizar unos bienes simbólicos, y en particular aquellos que están considerados como los atributos de la excelencia, constituye uno de los contrastes privilegiados que acreditan la ‘clase’, al mismo tiempo que el instrumento por excelencia de las estrategias de distinción… (…) Lo que la ideología del gusto natural sitúa en oposición, mediante dos modalidades distintas de la competencia cultural y de su utilización, son dos modos de adquisición de la cultura: el aprendizaje total, precoz e insensible, efectuado desde la primera infancia en el seno de la familia y prolongado por un aprendizaje escolar que lo presupone y lo perfecciona, se distingue del aprendizaje tardío, metódico y acelerado, no tanto por la profundidad y durabilidad de sus efectos, como lo quiere la ideología del ‘barniz’ cultural, como por la modalidad de la relación con la lengua y con la cultura que además tiende a inculcar. Ese aprendizaje total confiere la certeza de sí mismo, correlativa con la certeza de poseer la legitimidad cultural y la soltura con la que se identifica la excelencia; produce esa relación paradójica, hecha de seguridad en la ignorancia (relativa) y de desenvoltura en la familiaridad que los burgueses de vieja cepa mantienen con la cultura, especie de bien de familia del que se sienten herederos legítimos” (pág. 63/4). Ese aprendizaje es producto “del contacto repetido con las obras culturales y con las personas cultivadas” y genera el típico “conocedor, incapaz casi siempre de explicitar los principios de sus juicios”. “El placer soberano del esteta se pretende sin concepto” (pág. 64).

“Por el contrario, todo aprendizaje institucionalizado supone un mínimo de racionalización que deja su rastro en la relación con los bienes consumidos. (…) Lo esencial de lo que comunica la escuela se adquiere también por añadidura (…) pero se ve siempre obligado a operar, por necesidades de la transmisión, con un mínimo de racionalización de lo que transmite (…). Pero sobre todo (…) la enseñanza racional del arte proporciona sustitutos a la experiencia directa, ofrece una serie de atajos al largo camino de la familiarización, hace posible unas prácticas que son producto del concepto y de la regla en vez de surgir de la pretendida espontaneidad del gusto, ofreciendo así un recurso a los que esperan recuperar el tiempo perdido” (pág. 64/5).

Estos diferentes modos de adquisición de la cultura generan diferencias hacia el interior de la clase dominante “entre el docto que está totalmente de acuerdo con el código, las reglas, y por consiguiente con la Escuela y la Crítica, y el mundano que, situado del lado de la naturaleza y de lo natural, se contenta con sentir o, como se acostumbra a decir ahora, con gozar, y que excluye de la experiencia artística cualquier rastro de intelectualismo, de didactismo, de pedantismo” (pág. 74).

Agregados:

- No es posible comprender las razones del gusto artístico sin considerarlo en el marco de la cultura general que estructura y es estructurada por el habitus.

- El uso de bienes siempre supone un trabajo de apropiación (pág. 98)

- “La clase social no se define por una propiedad (aunque se trate de la más determinante, como el volumen y la estructura del capital) ni por una suma de propiedades (propiedades de sexo, de edad, de origen social o étnico – proporción de blancos y negros, por ejemplo, de indígenas y emigrados, etc. -, de ingresos, de nivel de instrucción, etc.) ni mucho menos por una cadena de propiedades ordenadas a partir de una propiedad fundamental (la posición en las relaciones de producción) en una relación de causa a efecto, de condicionante a condicionado, sino por la estructura de las relaciones entre todas las propiedades pertinentes, que confiere su propio valor a cada una de ellas y a los efectos que ejerce sobre las prácticas”. Así, el propio Bourdieu dice que para construir las clases y fracciones de clase que sirvieron de base para su estudio del gusto tomó en cuenta: la profesión y/o el nivel de instrucción, el sexo, la edad, la residencia y los índices disponibles del volumen de las diferentes especies de capital (económico, social, político, cultural y simbólico) (pág. 104), además de la trayectoria individual y social, es decir de “la relación entre el capital de origen y el capital de llegada”, reconstrucción que se vuelve especialmente importante cuando no concuerdan el capital de origen con las prácticas del sujeto analizado (pág. 108). La posición de origen es el “punto de partida” para observar la “pendiente de trayectoria” que puede haber sido de ascenso social o de decadencia (pág. 110). Es el “desplazamiento vertical” en el mismo campo (pág. 128).

- En cambio, la reconversión es un “desplazamiento transversal” que implica el paso de un campo a otro distinto. La reconversión existe como estrategia de reproducción para mantener la posición vertical. Es decir, convierto una especie de capital en otra para mantenerme en el lugar. (pág. 128).

- El efecto de histéresis de los habitus ocurre cuando se pretende “aplicar al nuevo estado del mercado”/campo (…) “unas categorías de percepción y apreciación que corresponden a un estado anterior” de ese campo. (pág. 140). Implica un “desajuste” (pág. 142).

- El campo es una representación abstracta, un mapa para comprender la realidad social. En él aparecen posiciones de los agentes, como sus estrategias para cambiarlas o mantenerlas (reproducción) que condicionan los puntos de vista de los agentes. Los sujetos producen prácticas enclasadas y enclasables. El habitus “es a la vez, en efecto, el principio generador de prácticas objetivamente enclasables y el sistema de enclasamiento de esas prácticas. Es en la relación entre las dos capacidades que definen al habitus – la capacidad de producir unas prácticas y unas obras enclasables y la capacidad de diferenciar y de apreciar estas prácticas y estos productos (gusto) – donde se constituye el mundo social representado, esto es, el espacio de los estilos de vida” (pág. 169/70).

- “La idea de gusto (es) típicamente burguesa, puesto que supone la absoluta libertad de elección” por la “distancia de la necesidad”. Aplicado a las clases populares, el gusto es “una elección forzada, producida por unas condiciones de existencia que, al excluir como puro sueño cualquier otro posible, no deja otra opción que el gusto de lo necesario” (pág. 177).

- “El gusto es lo que empareja y une cosas y personas que van bien juntas, que se convienen mutuamente (pág. 238) (…) El gusto aúna; casa los colores y también a las personas, que forman las ‘parejas bien avenidas’, y avenidas, en primer lugar, por lo que se refiere a los gustos” a través de “operaciones de reconocimiento (particularmente visibles en los primeros encuentros) mediante las cuales un habitus se asegura de su afinidad con otros habitus. Se comprende así la sorprendente armonía de las parejas normales que, entendiéndose bien frecuentemente desde su origen, se entienden cada vez mejor por una especie de aculturación mutua. Este reconocimiento del habitus por el habitus constituye la base de las afinidades inmediatas que orientan los encuentros sociales, desalentando las relaciones socialmente discordantes y alentando las relaciones armónicas, sin que estas operaciones tengan nunca que formularse de otra manera que no sea la del lenguaje socialmente inocente de la simpatía o de la antipatía. La extrema improbabilidad del encuentro singular entre las personas singulares, que enmascara la probabilidad de azares sustituibles, lleva a vivir la elección mutua como venturosa casualidad, coincidencia que imita la finalidad (‘porque era él, porque era yo’), aumentando así el sentimiento de lo milagroso” (pág. 240).

- “El habitus engendra unas representaciones y unas prácticas que están siempre más ajustadas de lo que parece a las condiciones objetivas de las que son producto. Decir con Marx que ‘el pequeño burgués no puede superar los límites de su cerebro’ (…), es decir que su pensamiento tiene los mismos límites que su condición, que su condición de alguna manera le limita dos veces, con los límites materiales que impone a su práctica y con los límites que impone a su pensamiento, y por consiguiente a su práctica, y que le hacen aceptar, e incluso amar, esos límites” (pág. 241).



[1] La cursiva es de P.B.

[2] El subrayado es nuestro.

[3] Que incluye en la investigación original a “El clavecín bien temperado; el arte de la fuga; El concierto para la mano izquierda o, en pintura, por Bruegel o Goya” además de “las más legítimas entre las obras de arte en vías de legitimación: el cine, el jazz e incluso la canción” (algunas).

[4] El autor incluyó aquí a Rapsodia en Blue, la Rapsodia Húngara, en pintura a Utrillo, Buffet “o incluso Rendir, y las obras “más importantes de las artes menores” como canciones de Jacques Brel, por ejemplo.

[5] Entre las incluidas por el autor: obras “de la música llamada ‘ligera’ o de música culta desvalorizada por la divulgación, como El bello Danubio Azul, La Travista, La Artesiana y, sobre todo, por la elección de canciones totalmente desprovistas de ambición o de pretensiones artísticas”

[6] Del original: “El sistema escolar define la cultura ‘libre’,al menos de forma negativa, al circunscribir en el interior de la cultura dominante la esfera de lo que inscribe en sus programas y controla en sus exámenes. Ya se sabe que un objeto cultural es tanto más ‘escolar’ cuanto más bajo sea el nivel del curso escolar en que se enseñe y se exija (siendo la enseñanza primaria el límite de lo ‘escolar’) y que la institución escolar otorga un precio cada vez más elevado a la cultura ‘libre’ y rechaza cada vez más las medidas más ‘escolares’ de la cultura (como las preguntas directas y cerradas sobre autores, fechas y acontecimientos) a medida que se va hacia los escalones más altos de la enseñanza” (Nota al pié, pág. 20).

[7] Del original: “Las más fuertes resistencias a la encuesta corresponden a los poseedores de altas titulaciones académicas, que con ello recuerdan que, al ser cultivados por definición, no tienen que ser preguntados sobre sus conocimientos, sino sobre sus preferencias…” (nota al pié pág. 21)

[8] Claramente el autor habla aquí del habitus.

[9] Las negritas son nuestras.

10 comentarios:

Elena dijo...

¡¡¡Felicitaciones a la profesora Di Santo por la utilización de este recurso maravilloso para comunicarse con sus alumnos!!! prometo leer este artículo, que me interesa especialmente, pero luego de leer el borrador de un libro que gentilmente me pasaron, sobre el sistema formador...
Alumnos, aprovechen a esta excelente profe que tiene tantas ganas de enseñarles!!! Saludos. Elena

Anónimo dijo...

MIL GRACIAS !!! EN PASTO COLOMBIA HABITA EL PEOR PROFESOR DE TEORÍA SOCIOLÓGICA SE LLAMA VICENTE SALAS SIMPLEMENTE NO ENSEÑA ...SOLO CALIFICA ..PERO PARA FORTUNA NUESTRA TAMBIÉN HABITA EL MEJOR PROFESOR DE TEORÍA SOCIOLÓGICA SE LLAMA RICARDO OVIEDO SIMPLEMENTE EL MEJOR ..GRACIAS!!!

HERBERT C B dijo...

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