Hace dos años un amigo, Gustavo Contreras Bazán, me invitó a participar de un ciclo que normalmente reúne a lectores en torno a escritores. Pero en mi caso lo que me pidió es que hable sobre mi experiencia de lectura. Conversando hace un par de días con otro amigo que acababa de escribir sobre lo mismo, se me ocurrió que este material podría ser publicable y seguido por otros de otros lectores que quisieran reconstruir esa experiencia. He aquí entonces la mía.
María Rosa Di Santo
Lector que trama su propia
experiencia, hipertextual. En este rato vamos a seguir un hilo posible, que
responde únicamente a cómo funciona mi cabeza aunque no respete un orden
cronológico, porque no leí a estos tres autores en el orden en que los
menciono. Los tres son autores racionalistas.
Eco es un semiólogo y escritor
italiano que vivió entre 1932 y 2016, al que he disfrutado en sus ensayos,
estudios y novelas y he sufrido también en su Tratado de Semiótica.
En 1980 Eco publica su primera
novela, El Nombre de la Rosa, un
policial ubicado en la Edad Media de factura excelente, que tuvo su correlato
fílmico también excelente.
Escribe páginas memorables, como
esta:
“La ciudad es el sitio donde hoy vive el
pueblo de Dios, del que vos, del que nosotros somos los pastores. Es el sitio
del escándalo, donde el prelado rico predica la virtud al pueblo pobre y
hambriento. (…) Digo que muchas de estas herejías, independientemente de las
doctrinas que defienden, tienen éxito entre los simples porque les sugieren la
posibilidad de una vida distinta. Digo que en general los simples no saben
mucho de doctrina. (…) La vida de los simples, Abbone, no está iluminada por el
saber y el sentido agudo de las distinciones, propios de los hombres sabios
como nosotros. Además, es una vida obsesionada por la enfermedad y la pobreza,
y por la ignorancia, que les impide expresarlas en forma inteligente.
A menudo, para muchos de ellos, la
adhesión a un grupo herético es sólo una manera como cualquier otra de gritar
su desesperación. La casa de un cardenal puede quemarse porque se desea
perfeccionar la vida del clero, o bien porque se considera inexistente el
infierno que éste predica. Pero siempre se quema porque existe el infierno de
este mundo, donde vive el rebaño que debemos cuidar. (…)
Los simples son carne de matadero: se
les utiliza cuando sirven para debilitar al poder enemigo, y se les sacrifica
cuando ya no sirven. (…) Los simples, Adso, no puede escoger libremente su
herejía: se aferran al que predica en su tierra, al que pasa por la aldea o por
la plaza…”[1].
Eco y El nombre de la Rosa, desde su
nominalismo pero por muchas otras razones: como el viejo Jorge, erudito ciego,
y el laberinto de la biblioteca; es acreedor de Borges, a quien yo venía
leyendo desde mediados de los 70.
“El que acababa de hablar era un monje encorvado por el peso de
los años, blanco como la nieve; no me refiero solo al pelo sino también al
rostro, y a las pupilas. Comprendí que era ciego. Aunque el cuerpo se encogía
ya por el peso de la edad, la voz seguía siendo majestuosa, y los brazos y
manos poderosos. Clavaba los ojos en nosotros como si nos estuviese viendo, y
siempre, también en los días que siguieron, lo vi moverse y hablar como si aún
poseyese el don de la vista. Pero el tono de la voz, en cambio, era el de
alguien que solo estuviese dotado del don de la profecía”.
Umberto Eco. El
nombre de la rosa.
El nombre del personaje es un homenaje reconocido a Jorge
Luis Borges; Eco tenía en mente
un ciego que custodiase la biblioteca, y comenta en Apostillas que
«...biblioteca más ciego solo puede dar Borges, también porque las deudas se
pagan».
Clarín Cultura. 21/02/2016. Bibliotecas,
incunables y enigmas.
Umberto Eco, lector de Borges
“Cuando Umberto Eco tenía poco más
de veinte años, por primera vez se publicaba en Italia el volumen Ficciones, de Jorge Luis
Borges. Fue una edición pequeña de sólo quinientos ejemplares que pasó
practicamente desapercibida. Recomendado por un poeta italiano al que admiraba,
Eco leyó esos cuentos y quedó fascinado. “Me pasaba las noches leyéndoselo a
mis amigos”, contó Eco, y de inmediato se reconoció en ese autor argentino. Eco
sonreía frente a los lectores tentados de buscar claves y encontrar
conexiones entre Borges y Burgos. ¿Pero existen? “En realidad –respondió el
escritor italiano en una entrevista–, me gustaba la idea de tener un
bibliotecario ciego, y le puse casi el mismo nombre de Borges. Pero cuando
elegí el nombre no sabía que iba a quemar la biblioteca. No es, por lo tanto,
una alegoría. Le puse el nombre de Borges, como también puse en la novela los
nombres de otros amigos. Son homenajes.”
Personajes
que encuentran sus libros al recorrer librerías de viejo por avenida
Corrientes, una singular manipulación de la enciclopedia, textos que
mezclan autores ficticios y otros reales, escritores influenciados por obras
aún no escritas, sueños cruciales para revelar preocupaciones eróticas,
religiosas y asesinatos. (…)
En Las lenguas perfectas,
Eco señala que Borges al menos en tres ocasiones inventa fragmentos de lenguas
imaginarias. En una entrevista por televisión durante
una visita a la Argentina, el semiólogo sostenía que “Borges era
extraordinario porque leía tres líneas sobre el argumento y luego inventaba lo
que en realidad había sucedido. En mi libro me ocupo del religioso y
naturalista inglés John Wilkins, que inventó un sistema de lengua
perfecta. Hay un texto de Borges, que se llama 'El idioma analítico de
John Wilkins', donde Borges confiesa haber leído sólo la entrada de Wilkins en
la Enciclopedia
Británica. Poquísimo. Y se mete a inventar por su cuenta y
comprende exactamente cuál era el problema de Wilkins. En ese sentido Borges
era extraordinario: en una palabra, inventaba todo, inventaba la realidad”
siguiendo una lógica de biblioteca.
Es así
también como el Pierre Menard borgiano puede reescribir el mismo Don Quijote de
Cervantes y que el producto final no sea igual.
Para los que
leímos o incluso vimos la película de Artaud, se puede hacer un paralelismo
entre la biblioteca que construye Eco en la abadía y la Biblioteca de Babel (en
El jardín de senderos que se bifurcan) de Borges.
“El universo (que otros llaman la
Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías
hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas
bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores:
interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte
anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos;
su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal.
Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería,
idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos
gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las
necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva
hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las
apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es
infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero
soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz
procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en
cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante…”.
Mas allá de
los puntos de contacto entre Eco y Borges, me quedo con un poema sencillo y
profundo del que me apropié, sobre todo luego de que me tocó la penosa tarea de
vaciar un par de casas… Cierta vez compartí este poema de Borges con algunos
alumnos adultos en un taller de lectocomprensión sin develar hasta el final de
quién era, por los prejuicios… Y se llama las cosas (Elogio de la Sombra)
“El
bastón, las monedas, el llavero,
la
dócil cerradura, las tardías
notas
que no leerán los pocos días
que me quedan,
los naipes y el tablero,
un
libro y en sus páginas la ajada
violeta,
monumento de una tarde
sin
duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo
espejo occidental en que arde
una
ilusoria aurora. ¿Cuántas cosas,
limas,
umbrales, atlas, copas, clavos,
nos sirven
como tácitos esclavos,
ciegas
y extrañamente sigilosas!
Durarán
más allá de nuestro olvido;
no
sabrán nunca que nos hemos ido”.
Tengo debilidad por los poemas de Borges, que me parecen perfectos, aunque sus cuentos y ensayos no le van en zaga. Su forma de puntuar los textos (siempre privilegiando el sentido), la ironía que acompaña la modestia, la sutileza, son mágicas. Y básicamente descubrí a los 18 años que aunque me sonaran bien, la mayoría de sus escritos eran un enigma para mí.
Un profe de lingüística nos enfrentó a
la primera estrofa del Golem (poema de 1958, en El otro, el mismo):
“Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.”
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Borges también era un hiper lector.
Cuando el profe nos ayudó a desentrañar
sus capas de sentido todos nos sentimos desnudos. Y algo así, que puede alejar
lectores para siempre, a mí me acercó.
Me acercó a un escritor y poeta que,
aún muerto, sigue siendo parte de nuestras divisiones, pero yo prefiero salvar
a los artistas por sus obras:
En Atlas, 1984, Borges relata:
“En un otoño, en uno
de los otoños del tiempo, las divinidades del Shinto se congregaron, no por
primera vez, en Izumo. Se dice que eran 8 millones pero soy un hombre muy
tímido y me sentiría un poco perdido entre tanta gente. Por lo demás, no
conviene manejar cifras inconcebibles. Digamos que eran 8, ya que el 8 es, en
estas islas, de buen agüero.
Estaban tristes, pero
no lo demostraban, porque los rostros de las divinidades son kanjis (ideogramas
que privilegian el sentido) que no se dejan descifrar. En la verde cumbre de un
cerro se sentaron en rueda. Desde su firmamento o desde una piedra o un copo de
nieve habían vigilado a los hombres. Una de las divinidades dijo:
Hace muchos días, o
muchos siglos, nos reunimos aquí para crear el Japón y el mundo. Las aguas, los
peces, los siete colores del arco, las generaciones de las plantas y de los
animales, nos han salido bien. Para que tantas cosas no los abrumaran, les
dimos a los hombres la sucesión, el día plural y la noche una. Les otorgamos
asimismo el don de ensayar algunas variaciones. La abeja sigue repitiendo
colmenas; el hombre ha imaginado instrumentos: el arado, la llave, el
calidoscopio. También ha imaginado la espada y el arte de la guerra. Acaba de
imaginar un arma invisible que puede ser el fin de la historia. Antes que
ocurra ese hecho insensato, borremos a los hombres.
Se quedaron pensando.
Otra divinidad dijo sin apuro:
Es verdad. Han
imaginado esa cosa atroz, pero también hay esta, que cabe en el espacio que
abarcan sus 17 sílabas.
Las entonó. Estaban
en un idioma desconocido y no pude entenderlas.
La divinidad mayor
sentenció:
Que los hombres
perduren.
Así, por obra de un
haiku, la especie humana se salvó.”
(De la Salvación por las obras).
Pero finalmente este inmenso Borges me iniciará,
más que mis profes de filosofía, en otro autor inmenso, pero no literato. Un
filósofo judío holandés del siglo XVII: Baruch Spinoza. Un paria me lleva a
otro paria a través del tiempo. Un siglo de transición, como el XVII, me lleva
a nuestro siglo, de transición. Borges y Spinoza desarrollan lógicamente
sistemas ontológicos.
Dice
Borges en 1985 que Spinoza dedicó su vida a imaginar con amor y desde su
racionalidad extraordinaria, a Dios. Y eso lo convirtió en un Anatema para la
Sinagoga de su tiempo: “Anatema
sea cuando está solo. Anatema sea en la calle. Anatema sea en el lecho. Que
ningún hombre se acerque a él...”.
El ‘Anatema’ Spinoza concibió un Dios que fuera
todo el universo, panteísta. Todo es Dios, dijo, porque Dios es la totalidad y
es inmanente, no trascendente. Ese Dios, que es todas las cosas; Dios, que agota todas las posibilidades;
puede imaginar todo pero no puede desear nada y no puede comprender nada. El
sencillamente ES todas las cosas. Ese es el Dios en el que creía Einstein… “Creo en el Dios de Spinoza, quien se
revela a sí mismo en una armonía de lo existente, no en un Dios que se
interesa por el destino y las acciones de los seres humanos” dijo Einstein.
Uno podría pensar en un Dios que, de hecho,
promueve la libertad.
En 1960 Borges escribe un texto que se llama
Borges y yo (El Hacedor)
“Al otro, a Borges, es a quien le
ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya
mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges
tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un
diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la
tipografía del siglo xviii,
las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte
esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de
un actor. Seria exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo
me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me
justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero
esas páinas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni
siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy
destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir
en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa
costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren
perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un
tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me
reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo
de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías
del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son
de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo
lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No
sé cuál de los dos escribe esta página.”
El juego borgiano es muy fino.
¿Acaso se es libre recién cuando uno se acepta
en lo que es, en ese otro Borges, en piedra, en tigre?
¿Renunciar a la libertad?
¿Por qué el hombre renunciaría a su libertad?,
Spinoza
diría: por miedo o esperanzas, lo que vendría a ser muy
interesante de analizar en nuestro tiempo, para comprender fenómenos que no son
nuevos, como la manipulación
política y el sometimiento. El hombre, inspirado por el temor
o la esperanza, pierde el control de sí mismo cuando, en realidad, si es
parte de esa totalidad divina es igual a todos.
En su Tratado teológico político dice lo que
luego reiterará en su ‘Etica demostrada según el orden geométrico’: lo malo y
lo bueno es relativo. Aquello que anula la libertad - al menos la recorta, como
el temor y la esperanza - son nocivos. Si la consigna es perdurar el mayor
tiempo posible tal como somos, lo que llama la inercia existencial, en el marco
de lo conocido y familiar, nuestros miedos y esperanzas se multiplican,
nuestros condicionamientos crecen.
Los mayores condicionamientos son
internos, es aquello que deseamos y no somos o no tenemos. Somos esclavos de
nosotros mismos, de la propia naturaleza.
Visto así, la libertad es una ilusión.
Creemos ser libres para elegir, pero sólo porque ignoramos las causas de
nuestras elecciones.
Spinoza dice que para ser libres tenemos que liberarnos de
nuestras pasiones y ser dueños de nuestras acciones. Y eso se logra con
serenidad, conociendo racionalmente y aceptando lo que nos tocó para actuar
desde ahí. Trabajando a la par el deseo con la razón. Dejando de lado la
superstición. Y en ese punto volvemos a Eco y lo que le hace decir a Guillermo
de Basquerville sobre los simples.
Spinoza dice más: lo peor no es la
falta de libertad. Lo peor es la tristeza. El mal, entonces, es aquello que nos
produce tristeza.
“No es sabio el que deja de desear ni
el que reprime sus deseos, sino el que desea lo que le hace bien”.
En La Moneda de Hierro, de 1976, Borges
escribe uno de los sonetos dedicados a Spinoza:
Baruch Spinoza
Bruma de oro, el occidente alumbra
la ventana. El asiduo manuscrito
aguarda, ya cargado de infinito.
Alguien construye a Dios en la penumbra.
Un hombre engendra a Dios. Es un judío
de tristes ojos y de piel cetrina;
lo lleva el tiempo como lleva el río
una hoja en el agua que declina.
No importa. El hechicero insiste y labra
a Dios con geometría delicada;
desde su enfermedad, desde su nada,
Sigue erigiendo a Dios con la palabra.
El más pródigo amor le fue otorgado,
el amor que no espera ser amado.
[1]
Eco, Umberto (2006) ‘El nombre de la Rosa’. Argentina. Edit. La Nación. Pág.
178 y 235.