por María Rosa Di Santo
El dengue, el covid 19 globalizado, vivir en la
incertidumbre y el caos, provocado tal vez porque alguien cambió el suave aleteo de una mariposa
por el torpe de un mamífero ciego (me encantó esto de Ignacio Ramonet) y por
una búsqueda de diagnóstico para mi tos que me ubica en una metacuarentena (a
la general le sumo la propia después de haberme internado unos días y
convertirme en sospechosa de enemiga
pública)… bueno, en tales ‘circunstancias’, en el otoño del 2020 ocupo mi tiempo en pensar en algunos tipos no ‘ideales’
con los que me vengo chocando por la vida. Más que hacer referencia a Weber, como podría
pensarse, pretendo identificar algunos rasgos que caracterizan a tipos reales
de personas y los convierten en una suerte de personajes que tampoco son
ideales en términos de valores, sino todo lo contrario.
El ’tipo’ adolescente eterno
A propósito de pulmones y enfermedades, conocí
por estos días un tipo que me plantea un dilema profesional cuando ya estoy
jubilada. Sobre todo porque el año pasado tuve otro similar y salí esquilmada.
La cuestión es: ¿sabe la gente que es tan importante lo que dice – suponiendo
que tenga algo importante que decir – como la manera en que lo dice? ¿Lo saben
por ejemplo los médicos cuando, adueñándose prácticamente de nuestros tiempos y
vidas, nos ‘anticipan’ lo que para ellos será, pero enseguida se conduelen
garantizando que uno no puede sencillamente aceptar, debe pelear….? (A
propósito, esto de pelear, luchar, de la guerra, los caídos ¡Basta!) … para lo
cual ‘debe’ (sí, porque todo es dicho desde la autoridad académica del título)
ver a Fulano de tal. ¿Y lo saben cuando salen del quirófano ufanos por haber
podido confirmar en el cuerpo que el
cáncer está, como él lo había predicho? ¿Valdrá la pena que le recuerde a este
tipito pintón, joven, de pocas pulgas, con el que mantengo más rounds que consultas
médico/paciente, que también pudo y supo tomar mis manos mientras me aprestaban
para la operación, que sus triunfos son mis pesares?
Me lo voy a pensar. Como un adolescente tardío,
el cirujano pivotea en la necesidad de lograr reconocimiento sumario a su
expertez y, ante cualquier duda, decide la quijotada de ‘regalarme’ sus
honorarios por la operación para no tener que pelear su alto presupuesto ante
mi obra social. Obra social que un mes antes prefirió derivarme a un centro
cordobés en lugar de pagar lo que el joven pedía. Me lo voy a pensar. Demasiada
hambre de éxito en esos espasmos. Y sin embargo, capaz vale la pena, me digo,
pensando en sus futuros pacientes, en su propio futuro…
El ‘tipo’ alienado
Se me viene así, como por azar, a la mente otro
joven médico que conocí también estos últimos meses pero (gracias, dioses, por
tanto!) sin que ninguna relación profesional nos uniera. Compartimos algunas
charlas de verano y él siempre copaba la palabra, copaba el tiempo de los
encuentros para hablar de sí mismo. Y siempre agradecía… pero agradecía mucho, en
exceso, haber sido escuchado, sin que diera alguna mínima muestra de estar advirtiendo
hasta dónde llegaba nuestro cansancio por el monotema. Así discurría una de
aquellas conversaciones, entre acuerdos y desacuerdos sobre vacunas, ética
profesional y necesidades de trabajo, hasta que le escuchamos decir “porque el
Dr. Pancho Pronta…” desde una posición de autoridad. Primera vez. Nos acercamos
a nuestro vecino de mesa con un cabeceo ¿Y quién es Pancho Pronta? “Él”. La segunda vez en la misma tertulia que
referenció al Dr. Pancho Pronta volvimos a indagar, en plena incredulidad: “Es
él mismo” nos dijo, ya también molesto, el contertulio. A la tercera lo
interrumpí: ¿Por qué hablás de vos en tercera persona? Y se avino a dedicarnos
una interrupción discursiva desde su pedestal yoico, sin más que un minuto de
silencio.
El tipo ‘topito’
Hay tipos que se constituyen a sí mismos como
personajes y andan así por la vida, ocupando una buena parte del espacio
público hasta que la vejez les come la memoria y ya no recuerdan ni cómo fueron
aquello que alguna vez fueron… si acaso ¿no?ni cómo diantres llegaron a ser lo
que son.
El topito es el otrora león, hoy hervíboro, que
junto con su potencial viril perdió, más temprano que tarde, su capacidad de
iniciativa, de pensar por sí mismo y actuar en consecuencia. El topito actúa en
nombre de otros, por otros, fuertemente parapetado atrás de unos principios
morales rígidos que nunca antes tuvieron valor alguno para juzgarse a sí mismo,
cuando la jugaba de joven libertario y
serlo era claramente una categoría progresista.
Pero ahora, desnudo ante su impotencia, se deja
ganar por los principios arcaicos de los conservadores que lo rodearon siempre…
y en nombre de lo que está bien en este mundo ‘occidental y cristiano’,
sale a poner la cara por otros que,
hábilmente, operan desde las sombras. Si uno apela a su razonamiento, puede
viajar al pasado por un rato, pero no mucho porque, inseguro, enseguida se
manifestará su nuevo yo, que es todo menos él mismo… antes. El topito juzga
fácil, lleva y trae, cubre al resto en nombre de algún honor y se siente
amortizado. De un plumazo, ha borrado su pasado. Y si te descuidás, el pecador
se termina convirtiendo en pastor.
El ‘tipo’ artefacto
Pero también hay tipos que directamente se construyen
como artefactos, es decir como hechuras
ficcionales. Nada hay de auténtico en este ser que no tenga que ver con una pauta de
autoproducción. Pienso, en este caso, en el tipo que, también a partir de una cierta edad y de sus propias y
en ocasiones malogradas experiencias, se presenta como aquel cuya sola
presencia indica que el mundo no es un lugar por el que valga la pena hacer
nada, que el mundo es ingrato, y que lo que a este artefacto le queda es
parapetarse en un mundo pequeño, de la sociedad familiar mínima, (si fuera
posible la ya prácticamente extinguida familia ‘tipo’), encerrado en una
pequeña fortaleza donde reinan la armonía y el buen gusto puesto de manifiesto
a través de demasiados objetos, demasiada historia, demasiado todo, bajo la
protección de siete llaves y alarmas, y del que sólo se justifica salir para
garantizarse la sobrevivencia al volver. Dentro de esta nutrida, moderna e
inteligente caverna se resguardan todos aquellos objetos valiosos que remiten,
cual museo, a alguna gloria familiar pasada. El afuera entra por las pantallas
y alguna que otra comunicación, porque con el tiempo el encierro – extra
pandemia - lo va dejando sin amigos, sin gente que esté ‘a la altura’ del
núcleo, como para atravesar el foso y
fisgonear el interior.
Allí el tiempo parece detenido. Los chicos
siempre son chicos, los grandes lo siguen siendo pero no tanto como para perder
la autoridad. Desde esa atalaya, los voyeurs espían la vida ajena a través de
medios, redes y celulares, intentando que su voz sea de alguna manera escuchada
(pero nunca públicamente, puesto que son altos cultores del bajo perfil y la
discreción, la austeridad ha sido puntillosamente pensada como táctica de
autodefensa) hasta que se convierta en ‘la’
opinión del próximo círculo endogámico, un poco más abierto, sólo un poco, mientras
la muerte los vaya segando uno por uno…cada uno en su propio encierro.
Parte de esa artefactualidad, parte importante,
es el lenguaje, sobre todo aquel ‘cómo hablo’ al que hice referencia respecto
de aquel joven impetuoso cirujano.
Nada hay de espontáneo en la oratoria del
artefacto, nada que no responda a un manual para principiantes: ni dónde se
reúne o se sienta; ni cómo mide dónde se ubican sus aliados, sus adversarios y
sus presas para cruzar con cada uno de ellos oportunas y obviamente
significativas miradas; ni en qué párrafos subirá el tono y adoptará el
discurso fascista del que te-di-ce-lo-que-de-bes-ha-cer (como si sus propios
mandatos familiares fueran los de uno, como si en cualquier caso uno no pudiera
quebrarlos, como si los destinos estuvieran escritos y predestinados) o lo
bajará para deslizarte alguna amenaza, como quien no quiere la cosa. Hasta
alguna expresión compartida del pasado que se meche por aquí o allí, para
descomprimir y dar tiempo a exponer completamente el discurso previsto, todo
está calculado. Y lo interesante es que su sobreactuación es tan visible, que
sólo él no advierte lo que cualquiera a su alrededor puede percibir.
Lejos, en otro mundo, en otra galaxia, quedó
ese mismo tipo de joven, cuando prácticamente no había mujer que no suspirara
por él mientras él sólo parecía interesarse en las grandes causas que abrazaba
la progresía con el regreso a la democracia: la defensa de los derechos humanos
de todos los sectores desfavorecidos del planeta, desde los sin tierra hasta
los desaparecidos y detenidos por las dictaduras.
¿En qué momento el convencimiento de que era
necesario luchar y poner el cuerpo por un mundo mejor se transformó en este
conservadurismo a ultranza, en este construirse como la última y única fuerza
moral capaz de poner un poco de orden en el caos? ¿En qué momento el atractivo
héroe quijotesco devino en un monstruoso dinosaurio carnívoro con complejo de
macho alfa? ¿en qué momento la promesa familiar de trascendencia dio lugar a
este artefacto burgués pequeño, demasiado pequeño? ¿La metamorfosis se habrá
producido algún día en particular en la vida de este Gregorio Samsa o se habrá
extendido durante una sucesión de amaneceres?
Dos 'tipos' mediocres
Ser mediocre. Uno podría pensar
en algo así, global, como decir todo lo que es mediano, que no se destaca del
montón, tirando a malo en el sentido de carente de algún talento especial… pero
no es una buena definición, porque hay muchos mediocres que cultivan el talento
de ser malvados. Como si hicieran mal regodeándose en esa mediocridad.
En el transcurso de estos dos
últimos años también conocí dos de ellos bastante bien. En ambos casos a su
mediocridad la completan con un talento interesante: en un caso, la
manipulación; en el otro, la profunda cobardía.
Durante un año de pandemia seguí
al primero a través de su colección de mensajes fallidos para con alumnos y
padres, respecto a su enseñanza de un contenido que nadie entendía porque él no
poseía más que una manera de ‘bajarlo’. La impotencia a tres puntas de todos
los actores (alumnos, padres y él mismo) fueron provocando peores mensajes de
destrato. Cuando, finalmente, el covid permitió ponernos cara a cara, lo
primero que hace este mediocre es preguntar por qué las quejas sobre el
destrato, asegura 5 veces que quien hable no comprometerá a sus hijos en su
testimonio porque él se abstendría de “tomar represalias” sobre ellos, y
finalmente – antes de ceder la palabra y escuchar – se muestra comprensivo
porque sabe que muchos padres son “pobres” e incluso “ analfabetos”, es decir
carecen de las condiciones que él sí ha desarrollado para comprender lo
complejo. Sin embargo, una semana después toma represalias sobre uno de sus
alumnos. Y cuando se le plantea la situación, salta por cualquier tangente con
tal de defenderse, como gato panza arriba.
Sigo sin comprender por qué no
hay juicios por mala praxis para los educadores.
El segundo es el típico mediocre
que se muestra afable y seductor, munido de un discurso que enfatiza sus buenas
intenciones y todo lo que está bien sobre la tierra. Se deja llamar por un
título que no tiene, se muestra ‘en onda’, sobre todo se muestra porque
necesita ser reconocido. Pero yerra al no poder sostener lo que dice. Y cuando
lo hace, lejos de reconocerlo, se desmiente a sí mismo hasta que la verdad cae
con el peso de un yunque sobre su cabeza y entonces se oculta. En ese camino
ratonero todo recurso viene bien para no hacerse cargo. Puede ser un gestor,
una esposa, los hijos… cualquiera le sirve de máscara. Mediocre codicioso, le
importa tres pitos todo lo que no sea él mismo y sus intereses, pero como sabe
que eso no es políticamente aceptable, anda por la vida protegiéndose de su propia
estulticia. Como si la estupidez estuviera afuera y no dentro de sí. Bueno, si
pudiera distinguir una cosa de otra ya no lo sería tanto.