domingo, 12 de abril de 2009

Apunte sobre teorías críticas para alumnos de Comunicación

Apunte N°2 para Teorías de la Comunicación:




Introducción a las teorías críticas




Lic. María Rosa Di Santo
La Rioja, marzo de 2001





Las llamadas ‘teorías críticas’ son prácticamente la contracara de los estudios administrativos y de muchas de las metodologías y enfoques utilizados por la corriente de la Mass Communication Research Clásica. Ambas continúan hasta nuestros días. Las primeras teorías críticas fueron la base de una corriente teórica y de investigación en América Latina que es, como veremos más adelante, una de las más importantes del mundo y fundamental para entender el proceso actual de comunicación.
Claramente, los orígenes de las teorías críticas se relacionan con el análisis marxista de la sociedad y la cultura. Parten de la idea de que la sociedad debe ser estudiada como un todo por la ciencia social. Como expresa uno de sus más conspicuos representantes, “los fines específicos de la teoría crítica son la organización de la vida en la que el destino de los individuos dependa no del azar y de la ciega necesidad de incontroladas relaciones económicas, sino de la programada realización de las posibilidades humanas” .
La teoría crítica fundante empieza a formularse en la década de 1920 en Alemania, en torno a la llamada ‘Escuela de Frankfurt’. Con la llegada del nazismo, sus mentores e ideólogos principales como Max Horkheimer y Theodor Adorno emigran y terminan radicándose en los Estados Unidos donde, en 1950, fundan el Institute of Social Research de Nueva York. Autores de peso en la filosofía y las ciencias sociales como Marcuse en los años 60 y Habermas en las últimas décadas del siglo XX, se insertan en la línea de Frankfurt.


La industria cultural


Tal vez la idea fuerza de la Escuela de Frankfurt sea ‘la industria cultural’, un concepto que hoy sigue vigente y es lanzado al ruedo de la discusión por Adorno y Horkheimer en el artículo ‘La Dialéctica del Iluminismo’, un texto comenzado en 1942 y publicado cinco años después .
Los autores inicialmente hablaban de la ‘cultura de masas’, pero sustituyeron ese nombre por ‘industria cultural’ “para eliminar desde el principio la interpretación más corriente, es decir, que se trata de una cultura que surge espontáneamente de las propias masas, de una forma contemporánea de arte popular” explica Adorno (op.cit. p. 94). Por el contrario, los medios masivos son, para ‘La Dialéctica...’, verdaderos “sistemas”, funcionales a la lógica del sistema productivo general, que en pos de lograr la mayor eficacia posible de sus productos (las películas, los programas, la publicidad, los formatos periodísticos masivos, etc.) “determina el consumo y excluye todo lo que es nuevo, lo que se considera como un riesgo inútil” (op. cit. p. 95).
Silverstone resume las ideas desarrolladas en ‘La Dialéctica...’ de la siguiente forma:
“La industria cultural produce una cultura masiva, estandarizada y homogeneizada, en la cual el mercado, como un río de lava, consume a su paso todo lo que tiene valor. Los ciudadanos se convierten en consumidores. Cultura y entretenimiento se fusionan. La negación, la posibilidad de rechazar las seducciones de la cultura burguesa afirmativa se desvanece. Se clasifica a los consumidores y se les coloca un rótulo como se hace con las mercancías a fin de venderlas. Los medios y especialmente el nuevo medio que es la televisión (Adorno y Horkheimer escribieron originalmente sobre esta materia en 1944) suministran una corriente constante y de-diferenciadora de una programación repetitiva, predecible, presumida y superficial. Ya no es posible distinguir la vida real de su mediación en el cine o en la televisión. Todo es falso: el placer, la felicidad, el espectáculo, las risas, la sexualidad, la individualidad. La diversión se estructura de acuerdo con los ritmos que exige la industria. Y la publicidad es la prueba de tornasol, la fuente y al mismo tiempo el símbolo del triunfo de la industria cultural. Los avisos publicitarios ofrecen signos sin sentido dentro de una repetición (en cadena de montaje) de apariencia constante, apariencia sin la cual las mercancías y los objetos mismos carecen de sentido”.
Citando directamente a Adorno y Horkheimer, Silverstone rescata este párrafo: “Las reacciones más íntimas de los seres humanos han sido reificadas tan completamente que la sola idea de algo específico que les sea propio ahora persiste sólo como un mero concepto abstracto: la personalidad es apenas un poco más que tener unos dientes resplandecientemente blancos y estar libres de olores y emociones. El triunfo de los anuncios publicitarios en la industria de la cultura es que los consumidores se sientan impulsados a comprar y usar sus productos aunque adviertan cuál es el juego”
El planteo teórico (pues nunca tuvo correlato en investigaciones empíricas de parte de la Escuela de Frankfurt), entonces, sería: los medios, insertos en un sistema capitalista de producción y usando las lógicas propias de la industria, elaboran productos en serie, pre-digeridos para evitar cualquier esfuerzo de parte del receptor, que circulan y son consumidos en la sociedad como cualquier otro producto industrial. Dado el claro trasfondo ideológico de los productos de los medios, resultan claves para conservar el ‘statu quo’ y reproducir, sin innovar, un sistema general que abarca lo político, lo económico, lo social y cultural.


El receptor pasivo


Claramente, desde una visión apocalíptica y marcadamente elitista, la Escuela de Frankfurt propone una visión de lo que por entonces se llamaba ‘el hombre masa’, el hombre común, el receptor común de los medios masivos, casi rayana en la estupidez total. Convierten al receptor en un consumidor sin criterio de selección ni valoración, cuya única actividad es, justamente, consumir lo que se le ofrece, que en general es siempre ‘más de lo mismo’.
Adorno mantuvo en general esta posición pesimista, que luego será retomada por algunos autores ‘posmodernos’, como Jean Baudrillard, entre otros. En la década del 50, en plena Guerra Fría y desde los Estados Unidos, Adorno decía que “la mayoría de los espectáculos televisivos actuales apuntan a la producción, o al menos a la reproducción, de mucha mediocridad, de inercia intelectual, y de credulidad, que parecen armonizar con los credos totalitarios, aunque el explícito mensaje superficial de los espectáculos sea antitotalitario” (Wolf, op. cit. p. 101).
Sorprendentemente, esta idea de receptor pasivo que conciben Adorno y Horkheimer es coincidente con la que planteaba en Estados Unidos la teoría de la aguja hipodérmica. Y es el flanco más débil de ambas, como se fue comprobando con el tiempo y a través de diferentes enfoques teóricos y metodológicos, incluida la propia Mass Communication Research Clásica, como vimos.
Paul Lazarsfeld, tal vez el más importante de los representantes de los estudios sobre efectos, tomó en cuenta las observaciones de esta teoría crítica y avanzó en tal sentido, pero negando la posibilidad de que los medios sean conducidos por una suerte de poder oculto, incluso extraño a sí mismos, algo de naturaleza casi diabólica que intentara, a través de ellos, manipular a la gente. Y, asimismo, también negó y comprobó en sus estudios que la gente fuera una ‘masa’ susceptible de manipulación absoluta.
Es muy interesante considerar lo que Lazarsfeld dice en los años 40, en relación con la radio:
“La radio puede facilitar muchas tendencias a la centralización, la estandarización y la formación de las masas, tendencias que parecen prevalecer en nuestra sociedad. Pero entre las numerosas orientaciones alternativas que ya se configuran, muy pocas se deberán a una ‘oscilación de la balanza’. Serán más bien el resultado de poderosas fuerzas sociales que en las próximas décadas influenciarán la radio mucho más de lo que ésta las influya. Es cierto que las innovaciones tecnológicas tienen una tendencia intrínseca a generar transformación social. Pero por lo que se refiere a la radio, todos los elementos manifiestan la improbabilidad del hecho de que vaya a tener, en sí misma, profundas consecuencias sociales en el próximo futuro. La comunicación radiofónica en América actualmente está hecha para vender mercancías, y gran parte de los restantes posibles efectos de la radio se hallan sumergidos en un mecanismo social que enfatiza al máximo el efecto comercial. No hay tendencias siniestras operantes en el medio radiofónico: lo hace todo él solo. Un programa tiene que entretener al público y por lo tanto evita cualquier cosa que pueda suscitar críticas sociales; un programa no debe apartar a los oyentes y por tanto alimenta los prejuicios del público; evita todo lo especializado para garantizar una ‘audience’ lo más amplia posible; a fin de agradar a todos, procura evitar temas controvertidos. Añádase a ello la pesadilla de todos los productores radiofónicos, es decir, que el oyente puede sintonizar cuando quiera otra emisora de la competencia, y se tendrá la imagen de la radio como de una prodigiosa innovación conservadora sobre todas las cuestiones sociales. Si en 1500 d.C. se hubiese hecho un estudio sobre las consecuencias sociales de la prensa, difícilmente habría podido prever todos los cambios que hoy atribuimos a su invención. En el marco de las condiciones sociales de aquella época, ni siquiera el análisis más exhaustivo del nuevo medio de comunicación habría podido conducir a previsiones útiles. La importancia asumida por la prensa se debe en gran medida a la Reforma y a las grandes revoluciones occidentales de los siglos XVI y XVII.
De la misma manera, no podemos saber qué significará la radio en un futuro, porque no podemos prever qué desarrollos significativos son inminentes. De lo único que podemos estar seguros es de que la radio por sí sola no modelará el futuro. Lo que nosotros, gente de hoy y de mañana, hagamos de nuestro sistema social es lo que definirá históricamente el papel de la radio”
.

Comunicación y cultura


A partir de aquella primera teoría crítica, fueron formulándose otras que, básicamente tuvieron como aporte fundamental este mantenimiento de los procesos de comunicación en procesos mayores de producción y reproducción de la cultura como marco.
En Francia, por ejemplo, Edgar Morin (L’Esprit du temps – La industria cultural de 1962) concibe la teoría ‘culturológica’ que integra un enfoque antropológico y sociológico en el estudio de la cultura de masas para intentar analizar la relación entre el receptor y sus objetos de consumo, a partir de investigación empírica. Es ‘culturológico’, asimismo, el aporte de Mc Luhan, bien conocido por su idea de ‘pueblo’ o ‘aldea global’ en que se ha transformado el mundo, como resultado de “las mutaciones provocadas por los medios electrónicos”, verdaderas “expansiones del hombre”, que tienen el poder en sí mismo, más que los mensajes que transmiten, de “modificar al receptor”. ‘El medio es el mensaje’ dirá Mc Luhan. (op. Cit. p.112/119).
Pero serán los Cultural Studies ingleses, especialmente los de Birmingham (ver apunte aparte), los que plantearán un cambio importante en el sentido de las preguntas fundamentales que orienten sus investigaciones: “¿Cómo se articulan las relaciones entre el sistema de los media y las demás estructuras e instituciones sociales? ¿Qué reflejos de dicha relación se desarrollan en el funcionamiento y respecto a los media?” (p.121).
Básicamente lo que cambia aquí es el concepto de cultura desde el cual van a plantear la gran cuestión de la comunicación.
Los pensadores de la Escuela de Frankfurt hablaban de cultura en sentido estricto, asimilable a la idea de arte ‘culto’ o las más altas manifestaciones del arte. Lo que rechazaban era siquiera la posibilidad de que la pintura, la música, la literatura, etc. en sus mejores manifestaciones pueda convertirse en mercancía que se reproduzca en serie para difundirlas entre receptores no iniciados, porque de hecho este ‘hombre masa’ no tendría ninguna posibilidad de aprovecharlas en su sentido más profundo, como un arte emancipador, sino que las aceptaría pasivamente, hipnotizado. En esos términos, este concepto de cultura como ‘alta cultura’, como ‘obra de arte’, no incluía para nada las manifestaciones del arte popular, por supuesto. Y menos aún una supuesta ‘cultura de masas’ que encarnaba para ellos, y no sólo para ellos, la ‘anticultura’ .
Pero el concepto da un vuelco total cuando se piensa ‘la cultura’ en otro sentido. En términos de Hall: “la cultura no es una práctica” social más, equiparable a las prácticas económicas, políticas, etc., “ni es simplemente la descripción de la suma de los hábitos y costumbres de una sociedad” que fueron adoptadas alguna vez y se reproducen de generación en generación. La cultura “pasa a través de todas las prácticas sociales y es la suma de sus interrelaciones”. Es, podríamos decir, la práctica social por la cual se atribuye sentido a la realidad. (op.cit. p. 121).
Y quien marca un antes y un después en torno al cambio en el concepto de cultura es Raymond Williams, sobre el cual se basarán casi todos los enfoques analíticos posteriores en torno a la comunicación y la cultura .
Para Williams, una ‘sociología de la cultura’ requiere de la ‘convergencia práctica’ entre: “los sentidos antropológicos y sociológicos de la cultura como ‘todo un modo de vida’ diferenciado, dentro del cual, ahora, un ‘sistema significante’ característico se considera no sólo como esencial, sino como esencialmente implicado en todas las formas de actividad social”, por un lado, y “el sentido más especializado, si bien más corriente, de cultura como ‘actividades intelectuales y artísticas’ aunque éstas, a causa del énfasis sobre un sistema significante general, se definen ahora con mucha más amplitud para incluir no sólo las artes y formas tradicionales de producción intelectual, sino también todas las ‘prácticas significantes’ – desde el lenguaje, pasando por las artes y la filosofía, hasta el periodismo, la moda y la publicidad – que ahora constituyen este campo complejo y necesariamente extendido”, por el otro. (op. cit. p. 13).
En estos términos, cuando se habla de cultura hay que hacer referencia a dos procesos simultáneos: la producción y la reproducción.
Respecto del segundo, Williams advierte que “es inherente al concepto de una cultura su capacidad para ser reproducida; y, más aún, que en muchos de sus rasgos la cultura es realmente un modo de reproducción”. El lenguaje, por ejemplo, “existe sólo en la medida en que es susceptible de reproducción”. Una tradición que se mantiene de generación en generación “es el proceso de reproducción en acción” (p. 172), en tanto resulta de un ‘proceso de continuidad deliberada’ tendiente a mantener y preservar ‘nuestra herencia cultural’.
Dice el autor respecto de la educación: “Es característico de los sistemas educacionales proclamar que transmiten ‘conocimiento’ o ‘cultura’ en un sentido absoluto, universalmente derivado, pero es obvio que los diferentes sistemas, en épocas y países diferentes, transmiten versiones selectivas radicalmente diferentes tanto del uno como de la otra. Además, es evidente que, como Bourdieu (1977) y otros han demostrado, existen relaciones fundamentales y necesarias entre esta versión selectiva y las relaciones sociales dominantes existentes. Esto puede verse en la disposición del currículum, en los modos de selección de quienes van a ser educados y en qué formas, y en las definiciones de la autoridad educativa (pedagógica). Es, pues, razonable hablar, en un nivel, del proceso educativo general como de una forma clave de reproducción cultural, que puede estar vinculada a la reproducción más general de las relaciones sociales existentes, la cual está asegurada por la existencia y autoprolongación de la propiedad y otras relaciones económicas, las instituciones del Estado y otros poderes políticos, y las formas religiosas y familiares. Ignorar esos vínculos es someterse a la autoridad arbitraria de un sistema autoproclamado ” (p.173/4).
Pero claramente, la cultura no es sólo reproducción, porque si no, no variaría jamás a través del tiempo. Y si no varía, lo más probable es que colapse. En palabras de Williams: “los órdenes sociales y los órdenes culturales deben considerarse como activamente construidos: activa y continuamente, o de lo contrario se pueden desmoronar con toda rapidez” (p. 187). Sin embargo, ese contexto cultural conforma las ‘condiciones’ preestablecidas a partir de las cuales hay cambios, hay producción. La cultura de cada pueblo en cada época, con sus características sociales, económicas, políticas, valores, normas, tradiciones, expectativas, etc. integra las ‘condiciones de producción’ en el marco de las cuales se generarán las innovaciones.
Las ‘formas dinámicas’ de cualquier orden cultural, de cualquier cultura, que el autor distingue son tres: residuales, dominantes y emergentes. Generalmente las tres coexisten, aunque predominen justamente las llamadas ‘dominantes’. Y son dominantes las formas aceptadas normalmente como ‘naturales y necesarias’, que forman parte del ‘sentido común’ tanto que ni siquiera se cuestionan o cuando alguien las cuestiona, la mayoría de la gente parece al borde del abismo. Por ejemplo, que la escuela sea la institución encargada de la educación en un país, es dominante . Son residuales aquellas formas que vienen del pasado pero continúan en vigencia porque son accesibles y significativas en el presente. Por ejemplo, que esa escuela sea universal, gratuita y obligatoria es una forma residual que viene de la época de Sarmiento y Avellaneda. Y, finalmente, son emergentes aquellas obras o ideas nuevas que surgen generalmente en términos de alternativas a lo aceptado. Siguiendo el mismo ejemplo, una forma emergente en educación sería la idea de promover las escuelas autogestionarias o la más radical aún de ‘privatizar’ la educación.
Claramente, la reproducción cultural “ocurre en el nivel (cambiante) de lo dominante”. Frente a la corriente dominante, las formas residuales pueden suponer procesos de “alternativa cultural” aunque en general sea reproductiva. Y lo emergente tiende hacia la producción, aunque no necesariamente sea sinónimo de ‘innovación’ siempre y en todos los casos.


El consumo como práctica significante

A medida que las diferentes investigaciones fueron comprobando que el receptor era activo; que era capaz de producir sentido al decodificar; que esa producción de sentido guardaba directa relación con sus ‘condiciones de producción’ y la cultura en la que estaba inserto (y qué posición ocupaba en ella); y que las culturas son ‘plurales’, las teorías críticas fueron abordando una cuestión clave: la del consumo.
Por supuesto, consumimos lo que se nos ofrece. Y esa oferta cultural es limitada y a su vez producida por “un complejo cultural industrial cada vez más internacional”: los sistemas de comunicación. Pero ¿qué hacemos nosotros con esos productos?. “Con el consumo expresamos, al mismo tiempo y con las mismas acciones, no sólo nuestra irredimible dependencia (de la oferta), sino también nuestras libertades creadoras como partícipes de la cultura contemporánea. Quiero decir con esto que la televisión [lo mismo vale, desde luego, para los demás medios de comunicación social] nos suministra los modelos y también los medios para esa participación” (Silverstone, op,cit. p. 180).
Para el autor “la cuestión clave no es tanto establecer si una audiencia es activa”, puesto que ya está comprobado, “sino, sobre todo, si esa actividad es significativa”.
“Podemos afirmar que la práctica de mirar televisión es activa en tanto incluye alguna forma de acción más o menos provista de sentido (incluso en su modo más habitual o ritual). En este sentido, no existe la práctica pasiva de ver televisión (...). Podemos afirmar que ver televisión ofrece diferentes cosas, diferentes experiencias, a diferentes espectadores. Pero reconocer la diferencia carece de toda utilidad si no somos capaces de especificar las bases de esas diferencias. De modo que podemos preguntarnos: ¿la actividad señala alguna diferencia? ¿Ofrece al espectador una oportunidad para comprometerse de manera creativa o crítica con los mensajes que aparecen en la pantalla? (...) ¿cómo se limita esa actividad, cómo la limitan el ámbito social en el que ocurre así como el potencial (o la falta de potencial) disponible en el texto?” (p.255).
La televisión es un medio doméstico, se consume en el ámbito doméstico y en el marco de la vida cotidiana, advierte Silverstone. Pero esa vida cotidiana se inserta en una estructura social, donde actúan “las fuerzas de dominación y las fuerzas de resistencia”. “De modo que la vida cotidiana llega a ser el lugar donde se elabora la significación, y es el producto de esta elaboración”, con lo cual Silverstone “sigue muy de cerca” los modelos investigados por A. Giddens y así lo reconoce. “Los sentidos que producimos, las representaciones que repudiamos o que aceptamos, las identidades que tratamos de asegurarnos, los ritos que reconocemos, han sido todos creados y encontrados en el interior de un espacio social compartido, a menudo disputado y siempre en alto grado diferenciado. En la paradoja de encontrar y crear – y en las tensiones constantes que resultan de ella – simultáneamente aceptamos, aprovechamos y cuestionamos las estructuras. Allí reside la posibilidad – en realidad la necesidad y la inevitabilidad – del cambio” (p.272).
La teoría de la estructuración de Giddens permite “integrar las dimensiones micro y macroestructurales en el análisis de prácticas de consumo mediático” porque “su objetivo central es el de explicar cómo es que las estructuras se constituyen por medio de la acción y, recíprocamente, cómo la acción es constituida estructuralmente”. Quienes conozcan a Pierre Bourdieu y su Teoría de los Campos, difícilmente podrán evitar relacionar las afirmaciones de Giddens con el concepto de ‘hábitus’ del francés, en términos de ‘estructuras estructuradas estructurantes’.
El autor inglés subraya ‘los procesos de estructuración’ que tienden a “los modos en que los agentes humanos ‘cogniscientes e intencionados’ construyen cotidianamente las condiciones de los mundos en que habitan, y por tanto las estructuras sociales. Instituciones y estructuras de la sociedad “son construidas activamente por los agentes en sus microcontextos de vida”. Trasladado a la práctica de recepción de medios, condicionadas estructuralmente, son las propias prácticas las que “contribuyen a crear esos propios condicionamientos” fundamentalmente en la dimensión de la ‘significación’. Entonces, en las prácticas de recepción “es importante registrar aquello que los consumidores hacen con sus consumos mediáticos, cómo los utilizan como recurso de interacción, en qué contextos y con qué finalidades. Cómo participan junto a otros en aquello que se denomina ‘audiencias masivas’ y qué lugares ocupan los consumos mediáticos en los procesos de formación de identidades culturales”, además de rastrear las rutinas propias de la vida cotidiana y, un tópico para nada menor cuando hablamos de significación, que son los ‘límites del entendimiento’ de los receptores o, lo que es lo mismo, ‘su capacidad de aprendizaje reflexivo’.

2 comentarios:

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