viernes, 27 de febrero de 2015

De Nisman a Rafecas... Recordando a Chauncey Gardiner, aquel jardinero


-La denuncia de Nisman no tiene sustento
-Luego, después de una década de trabajo con un equipo especial solo tenía material para empapelar el edificio de tribunales.
-Fue designado por Néstor y resultó un inepto
-En diez años nadie se dio cuenta en la propia dinastía, que lo era.
-Tampoco lo advirtieron la CIA, el Mossad y cuanto servicio de inteligencia del enemigo ande dando vuelta por el mundo. Ni hablar de la SIDE/SI.
-Menos aún los que gastaban reverendamente su tiempo en amenazarlo.
-Igual al vicio y apostando a la pérdida de tiempo, se fueron pronunciando unos cuantos K advirtiéndoles que irían con "los tapones de punta" a 'escucharlo' al Congreso.
-De pronto el tipo tuvo un sincericidio y se mató, pero no hay pruebas que lo demuestren. Tal vez pagó a un sicario para que lo mate, porque él no se animaba. O lo mataron por fanatismo, por las dudas.
-Entonces, el caso Nisman probaría que en la Argentina aquel famoso jardinero de 
Jerzy Kosinski,  Chauncey Gardiner, podría ser presidente y nadie se atrevería a pensar que es un inepto o es un imbécil o es un pelotudo.
-Y seríamos nomás una república bananera.
-Y sí, capaz que todo ocurrió así y Rafecas tiene razón...

domingo, 15 de febrero de 2015

En tiempos de chaya, los jóvenes y el puro presente



¿SOLO SOMOS ESPECTADORES DE LA MUERTE DE NUESTROS JOVENES?


Vivimos un tiempo de incertidumbre. Borges decía en el Fragmento 41 de un Evangelio Apócrifo que “Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena...”. Dicho en criollo básico: tratemos de maniobrar en la incertidumbre y la complejidad como si aún existiera alguna certeza y lo simple fuera posible.
Difícil, sí, pero imprescindible.
Y hay que ver qué certeza. Porque si la certeza es una sobredosis de pragmatismo, seguiremos perdidos.
Es como si piedra y arena se nos estuvieran confundiendo y ya no está para nada claro dónde estamos parados. Y en este caso hablo de los adultos. Los adultos vistos como tales en cualquiera de los roles que nos toca asumir: padres, amigos, compañeros de trabajo, jefes, subalternos y dirigentes. Sobre todo dirigentes. Personas adultas. Personas capaces de discernir cuestiones básicas de la vida.
Hace 15 años, haciendo una investigación cualitativa sobre la construcción de identidad de los jóvenes, me tocó entrevistar a varios de 12 a 18 años de La Rioja.  La imagen que tenían por entonces de nosotros, pensando en sus padres, docentes, clase dirigente en general, era que no sabíamos qué hacer con nuestras propias vidas. Menos respecto de ellos. Pero cuando les preguntaba cómo imaginaban sus propios futuros como adultos, las únicas salidas que podían mencionar eran, obviamente, esas insatisfactorias conocidas a través nuestro. Los adultos no éramos referentes de esos jóvenes. En general, los jóvenes no encontraban referentes. Pero a la vez, somos el mundo conocido.
Uno podría mirar esto en términos de la ‘culpa’, tan religiosa como funcional. Y cargar las tintas sobre nosotros mismos, abriéndonos las venas a través de un artículo como este para luego dejar que se cierren y seguir como si tal cosa, post sincericidio. O también podría mirarlo desde la más pagana responsabilidad, haciendo un mínimo esfuerzo de autocrítica. Porque también nosotros estamos intentando construir sobre la piedra. Y no nos sale bien siempre y vamos haciendo como podemos.
Si no hay mapas, no hay mapas para nadie, no importa en qué franja etárea nos ubiquemos, cosa muy arbitraria, por otra parte.
El punto es que aún sin mapas, como decía Jesús Martín Barbero en La Plata en el año 98, omitimos ver que hace falta construirlos ‘con’ los otros, con los jóvenes incluso, una vez que aceptemos que no los tenemos. Ese primer paso de autoreconocimiento es el necesario, aunque no el suficiente.
Somos los primeros en quejarnos por esta incertidumbre que también se vive en el campo de los valores. Pagué costos altos por decir en las aulas de la Facultad durante la última dictadura que no había valores absolutos, más allá de su mera formulación. Que si bien en la escala de todos los valores posibles la vida podría ser el  principal, pues sin ella no hay nada,  la vida no vale lo mismo en la paz que en la guerra; en un contexto de inseguridad o sin él; con o sin calidad de vida.  Hay demasiados peros, demasiados ‘atenuantes’ cuando se analiza caso por caso. Pero nadie puede negar que el valor de la vida es jerárquicamente la base sobre la cual discutimos el resto.
Y, sin embargo, hace rato que el discurso sobre la vida se ha distanciado de la vida misma. Hoy mismo, domingo 15 de febrero de 2015, nos impacta la muerte de una joven de 18 años que vino a La Rioja desde Patquía para inscribirse en un profesorado. Tres días después de su desaparición, su cuerpo fue encontrado quemado cerca del Golf Club. ¿Cuánto valía la vida de Romina Ríos, una chica que seguramente, al haber proyectado estudios superiores, debió haber pensado que tenía derecho a un futuro?  Romina Ríos nos saca por un rato del limbo de la chaya y del regreso al cotidiano, un poco gris, de la mayoría de nuestros días.


 ¿Cuánto valía la vida de aquel joven de 18 años de Chepes, cuyo cuerpo fue encontrado enterrado bajo cemento en el patio de la casa de un policía, él mismo de 30 años, con cuya mujer, de 25 años, aparentemente el primero sostenía una relación amorosa? Tres jóvenes de 18 a 30 años vieron tronchadas sus vidas, de diferente manera, por una relación sexual. ¿Cuánto valían y cuánto valen ahora? 
Las estadísticas en nuestro país, en la provincia de La Rioja, son poco confiables. Es cierto que los números, que para muchos son materia inopinable, son claramente manipulables. Pero cada tanto nos enteramos de estas ‘bajas’ singulares. No porque la gente grande se muera por enfermedad o  pura vejez, que es normal. Como también decía Borges “morir es una costumbre que sabe tener la gente”. No, no. Hablamos de muertes de quienes recién están empezando sus vidas. Que mueren porque se suicidan, directa o indirectamente, porque se cuelgan, se envenenan, toman hasta quedar atontados, mezclan cualquier tipo de sustancia (incluso aquellas que nos ‘sacan’ a los adultos, en sus propias casas) o se lanzan sin casco ni ninguna medida de protección a la calle como si corrieran el Dakar en sus motos o sus autos y la velocidad fuera aquella que uno necesita en casos de emergencia. Resulta que los conductores “pierden el control” de lo que manejan “por razones que se investigan”.  El diario El Independiente publicó en 2010 un informe con el siguiente copete:  “En lo que va del 2010, La Rioja encabeza la tasa de accidentes viales con el 66 por ciento, según estadísticas del Ministerio de Salud de la Nación. En nueve meses hubo 48 víctimas fatales, casi el 70 por ciento tenían menos de 35 años y en su mayoría fueron protagonizados por motociclistas”.   (http://www.elindependiente.com.ar/papel/hoy/archivo/noticias_v.asp?209412)
Sólo basta con googlear algo así como ‘suicidios la rioja jóvenes’ y, si quieren, incluir los años de referencia. Por caso, un sitio digital de Chepes, preocupado por lo que pasa en esa comunidad, reseña un trabajo de 2003 y dice que Hector Basile, en “El suicidio de los adolescentes en Argentina” publicado por la Revista Argentina de Clínica Neuropsiquiátrica, muestra que según los índices estadísticos recogidos por el psicólogo durante el 2003 La Rioja se ubica como la segunda provincia con mayor tasa de suicidios del país. (http://julio-chepeslarioja.blogspot.com.ar/2010/06/la-rioja-segunda-en-el-mapa-del.html).  La cuestión no parece haber mejorado desde entonces, a juzgar por la cantidad de publicaciones que hablan de la ‘preocupación’ por este ‘flagelo’.  Por ejemplo, en http://riojapolitica.com/2012/11/19/por-que-los-adolescentes-ocupan-un-lugar-tan-preponderante-en-las-estadisticas-sobre-suicidio/ se dice que este nuevo “estudio científico -uno de los pocos disponibles en Argentina- indica, estimativamente, que el 25 % de los suicidios ocurre entre los 15 y los 25 años, y que se trata de un problema de varias regiones del país. De acuerdo a un informe elaborado en junio de 2010 por la Asociación para Políticas Públicas, titulado ‘El Problema del suicidio adolescente en Argentina 1997-2008. Casos de niños y adolescentes’, las cifras son por demás alarmantes: entre 1997 y 2008 en el país hubo 650 pérdidas de chicos entre 10 y 14 años, por sus propias manos. El incremento fue de 30 a 60 casos anuales”. Fue publicado en La Rioja en 2012.
A manera de síntesis, se puede leer el artículo publicado en 2013 por el diario La Prensa: (http://www.laprensa.com.ar/417438-Mas-del-66-de-los-jovenes-muere-por-causas-evitables.note.aspx) “Según el Boletín ‘Salud materno-infanto-juvenil en cifras 2013’, que publicó recientemente la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP) con el apoyo del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), más del 66% de las muertes que se producen entre los jóvenes de 15 a 24 años se puede evitar”, como los accidentes de tránsito y los suicidios.
Por supuesto, también se puede buscar en internet la gran cantidad de manifestaciones sobre la “preocupación” de nuestras dirigencias acerca de este problema, siempre como algo que les pasa a los otros, no a nosotros. Sobre todo durante las campañas políticas.
Más allá y más acá de los datos, lo que debería importar es que la vida no parece valer nada para muchos de nuestros jóvenes.
A menos que la familia constituya una red primaria de contención superlativa, que sus amigos y conocidos, alguna que otra figura providencial se les cruce en el camino; que los propios chicos encuentren en el arte, la ciencia, incluso la avidez por el dinero algún norte interesante, los jóvenes se pierden en un presente puro y duro. Pese a los discursos, ya no son el futuro. Son parte de un presente que los excluye y que no les promete nada. Carecen de un horizonte que, aún construido de trabajo y luchas, valga la pena. Y los demás miramos lo anecdótico, porque no estamos pudiendo ver la magnitud del daño que estamos haciendo aún sin querer en la mayoría de los casos, pero respecto del cual no nos podemos hacer los distraídos. No debemos. No deberíamos. Aunque fuera por un instinto básico de supervivencia como sociedad, como familia.
De arriba hacia abajo; un poco más o un poco menos. Salvo excepciones honrosas, actuamos como si hubiéramos perdido instintos básicos de preservación, aunque para lograrlo haya que hacer cosas odiosas en el momento, como poner límites. Los adultos no ponemos ni nos ponemos límites,  nos resulta complicado contraer compromisos en el tiempo y no sostenemos aquellos que sí hemos contraído alguna vez.
A veces, sobre todo en las redes conversacionales virtuales o presenciales, pienso que tal vez lo que se han corrido demasiado sean los límites. Los límites del decoro, por ejemplo, que no tienen nada que ver con una falsa moralina. Como si todo pudiera mostrarse en su crudeza, en su obscenidad y hasta la supuesta preocupación por algo con apariencia de valor fuera una desfachatez. ¿Cómo si no procesar dichos como éste?:  “Me fui, porque una cosa es que falles en un sentido u otro porque te lo piden, pero ya que cobres por eso…” (ex juez). ¿Perdón? ¿De qué hablamos? ¿De cobrar directamente una determinada suma de dinero o de estar permanentemente pagando por el ‘privilegio’ de estar en un cargo que supuestamente se ganó por propio mérito y esfuerzo? ¿Qué es más corrupto? Y hablamos de un juez, del garante último de nuestros derechos…
Pero no hace falta tomar tanta ‘altura’. Un sobrevuelo rasante por la realidad nos permite, a diario, escuchar palabras como éstas: “¿qué, vos querés que yo sea el único pelotudo/a que se opone? ¡Mirá cómo les va a los pelotudos/pelotudas que se hacen los quijotes!”. Y miro. Y a muchos les va mal.  Les va mal en un contexto en el que se privilegian los resultados por sobre los procesos y en que esos resultados son visibles, contantes y sonantes. Y sí. Resulta que estos ‘pelotudos/as’ no tienen trabajo o son castigados de diferente manera, cada tanto reciben algunos palos, normalmente comentarios críticos sotto voce. O, en otros casos hasta por ahí terminan muertos, en circunstancias dudosas. Sí, visto así más vale ser un mediocre, uno del montón, y seguir la corriente.
Nuestra provincia, nuestro país, no está dando respuestas. Pero todos somos La Rioja y todos somos Argentina, aunque cuanto más arriba nos posicionemos, más responsabilidad tengamos que asumir.
Tal vez lo que nos pasa es que no sólo ignoramos cómo maniobrar en la incertidumbre, sino que la corrupción nos está carcomiendo hasta los huesos. Dicen que la corrupción mata. Y sí, pero no sólo la corrupción económica. Mata la falta de apego a las leyes, la omisión de justicia, el todo vale, la pobreza estructural, la impunidad, la mentira. Eso nos mata. Nos mata como sociedad, porque si sólo somos espectadores de la muerte de nuestros jóvenes, nos estamos volviendo una sociedad impotente, indiferente, vacía, en la que todos sabemos que todos sabemos. Una sociedad hipócrita en la que los poderosos hacen lo que quieren, dicen lo que les parece, se “andan comiendo el maizal y todavía andan gritando”, como canta Ramón Navarro en la Chaya del Corcelito, y los débiles se convierten en cómplices y bajan la cabeza para que les tiren harina.

La Rioja, 15/02/2015

María Rosa Di Santo


viernes, 6 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: La Rioja al oeste


Talampaya visto desde Aicuña





48 horas, 600 kilómetros y una postal que habla de La Rioja

Por María Rosa Di Santo

Es cuestión de largarse a revisitar el propio lugar. Con cualquier excusa, por ejemplo que viene gente que no conoce y uno se ofrece para acompañarla. Incluso eso lo hace más que interesante, porque el intercambio se genera entre los ojos nuevos del otro y los ojos habituados.
¿Qué conviene hacer como plan? ¿por dónde andar que valga la pena y en el corto tiempo implique llevarse una imagen de La Rioja?
Elegimos casi casi por el afecto. Hacemos base en Aicuña, departamento Felpe Varela, por varias razones: está a 300 kilómetros de la capital de la provincia; salvo diez kilómetros de tierra, tiene buenos caminos aunque hay que circular con precaución en estas épocas de crecientes en ríos normalmente secos que aparecen como trombas; es el ir a meterse en la montaña, estar ahí, de manera tal que cuando uno mira cerquita, está mirando en pequeño todo lo que el paisaje le ofrece; está a unos 100 kilómetros del parque nacional de Talampaya, un espacio singular que los visitantes desconocen; a unos 100 kilómetros del camino por la cordillera y es parte de un valle, el del Bermejo, que es una fiesta del color y silencio. Además, cuenta con un sitio donde uno se siente en familia: se come y se duerme bien, si hace frío hay abrigo y si hace calor, una pileta de agua tan fresca como la que corre por las aguadas.
Es principios de febrero. Salimos de La Rioja con el tanque lleno en un auto común. Nuestro recorrido no prevé la necesidad de uan 4x4. Son las 16 y claro, hace calor. Con aire, pasa. Vamos por la ruta nacional 38, los Llanos, hacia Patquía, lugar del que no tengo mucho para decir salvo que es un cruce estratégico de caminos, no lo suficientemente valorado ni siquiera comercialmente (aquí empalman las rutas a Córdoba y Buenos Aires con el Noroeste y Cuyo, incluyendo los pasos internacionales a Chile y Bolivia). Desde allí se dobla por la ruta provincial 150 que luego se convertirá en la nacional 76, en un tramo llano donde lo mejor para ver es la punta sur del cordón del Velazco a la derecha. Pero no por mucho tiempo. A los 120 kilómetros, aproximadamente, aparece El Chiflón. Hay una cierta vacilación al interior del auto, durante la cual los locales comentamos a los visitantes las características del lugar y decidimos ingresar.

El Chiflón

El Chiflón
Desde la galería del parador nos observa Paco, un hombre con varias décadas a cuestas y los rasgos de la gente de ‘por acá’. Primero callados, atentos, oscuros, correctamente vestidos, con la piel endurecida por el sol y el viento. Lo que se dice un hombre del chiflón. Pero es una joven la que nos invita a pasar, recita brevemente la información básica acerca de los circuitos que existen y que pueden hacerse en este momento en el parque provincial, su duración y sus costos. Vamos a hacer el primer circuito por la hora, porque ellos cierran a las 18 y nosotros tenemos que seguir viaje y, en lo posible, llegar antes del anochecer. Son 100 pesos por cabeza. En efectivo. En el interior de La Rioja, aún en los parques más desarrollados turísticamente, como Talampaya o Laguna Brava, las tarjetas de crédito y débito no existen. Asi que hay que llevar dinero contante y sonante; y ya que estamos otras recomendaciones básicas:

-agua fresca y agua caliente para alguna infusión porque capaz por kilómetros y kilómetros no tendremos recarga;
-siempre que se encuentre un baño, ir. El próximo estará lejos.
-siempre que haya una estación de servicio y tenga combustible, cargar. La próxima estará lejos y por ahí ni siquiera habrá nafta.
-en La Rioja los cajeros automáticos escasean. Ni qué decir en el interior. Y no siempre han sido convenientemente cargados o siquiera funcionan.

El Chiflón
Subimos a Paco al auto para avanzar más rápidamente que a pie hasta los puntos de interés del parque y llegar al cañón mismo. El tiempo no ayuda, pero a la vez sí, porque resulta que a poco de entrar en el cañón el sol es tapado por los muros de arena y arcilla compactadas y el aire es fresco y el clima no agobia.
Como los viejos jugadores de truco, Paco nos va tanteando con un “¿qués lo que pasa?” hasta que, una media hora después, ya se siente a sus anchas y junto a descripciones imaginarias de geoformas que se preocupa por corroborar que vemos, como él, ameniza su tarea de guía con refranes, modismos y chistes. Paco es pícaro y ama su lugar. Transmite con pasión lo que sabe como viejo baqueano y también lo que descubrió que no sabía cuando los profesionales empezaron a dejarle pispear “el libro del geólogo” que, de cualquier manera, todavía no ha sido terminado porque desde hace tres años no se logra ejecutar la partida. O sea, la plata no aparece. “Ahora me ha dicho que la plata apareció, entonces enseguida nomás va a venir y terminar la tarea, para que nosotros, que no somos guías, podamos darles más información, porque  así no sabimos casi nada, ni la cuarta parte sabimos nosotros de lo que hay aquí”.

Paco enseñándonos lo que sabe y también lo que no sabe
“¿Y, cómo vamos? ¿Les va gustando?” pregunta con interés a medida que avanzamos por el parque, vemos la gallina; el hongo; el loro barranquero; el pinchudo ‘asiento de suegra’, el dinosaurio y hasta una carpa que nos ofrece por si no tenemos dónde pasar esa noche…. Todo de tierra, salvo el cactus, sometida por millones de años al viento y al agua, que es escasa, pero cae “dos veces al año” y se deja sentir. 

El Chiflón. En el centro, el hongo y hacia el fondo, izquierda, la carpita
En su relato nos cuenta la historia de la vida, describiendo las capas geológicas y las huellas de los huarpes y diaguitas que habitaron la zona; las semillas con hierbas ‘raras’ que los pájaros trajeron en sus ‘buches’ cuando debieron emigrar de otras zonas, de la “lejura”; se interrumpe para llamar a los cóndores con un fuerte “¡¡chujú, chujú!!!”, avisándoles que tienen el último público del día porque “capaz que los vemos antes de que vayan a dormir”. ¡Y los vemos!!!!!!!!!!!!!!!! A los dos que está seguro que han hecho de las alturas de El Chiflón su casa.  

A lo lejos, un cóndor. El Chiflón
“En veinte minutos llegan al final del recorrido” nos advierte Paco, expectante, porque parece querer seguir pese a que su turno terminó hace casi una hora y media. Junto a él calculamos cuánto nos falta y nos acordamos de los últimos diez kilómetros de tierra hasta Aicuña y no queremos llegar de noche… y damos la vuelta.  Antes de partir, firmamos el libro de visitas.
Paco podría tener tantos amigos como años. Cuando subimos al auto, cierra con llave la puerta del parador. Hemos visto que al lado están construyendo cabañas. Nos contó que este último año hicieron la perforación y encontraron agua a unos 100 metros de profundidad. Y eso está bueno, porque el paraje se sostiene gracias a que viene un camión tanque cada 15 días. Pero tememos por Paco y su familia y los pocos lugareños que van quedando, porque ¿quién sabe? Capaz que el capital se lleva puesta la cooperativa y a ellos les queda volver a sus casas y vivir de planes sociales, como la gran mayoría de la poca gente que va quedando en un interior que tiende a despoblarse aunque sea para ir a buscar una vida hacinada y maloliente en los arrabales de alguna ciudad.
En ese caso, sería el resto de la gente y los potenciales visitantes los que se perderían a Paco. Un Paco consciente de que la capacitación que se necesita es mejor que la reciban “los más jóvenes, porque yo ya no estoy para eso”. Y nosotros pensamos que, de alguna extraña manera, hemos tenido un privilegio.

Aicuña

Aicuña. Calle de ingreso
Pasamos enseguida por La Torre y nos prometemos unos de sus míticos sándwiches para la vuelta, pero elegimos no distraernos. A Aicuña. En el empalme con la ruta 40 doblamos a la derecha y el paisaje sigue siendo una fiesta. Vamos con el cordón del Famatina al frente, con mucha nieve en la cima, en medio de un estallido de rojos que paulatinamente se apagan.  A los casi 50 kilómetros doblamos a la derecha. Diez más y Aicuña nos recibe de noche.

Aicuña



Napolitana de pollo grillado con papas fritas y ensalada de tomate. Antes aceitunas y nueces de la zona, quesitos y cerveza helada. Como reyes.
El día siguiente se lo dedicamos a Aicuña. ¿219 habitantes? Es uno de los pueblos más viejos de la provincia, nos cuenta el Dante anfitrión, que construye todo el tiempo su casa albergue, nos enseña cómo se hace el suelocemento y hasta cómo se separa la paja del trigo. Guiso de lentejas con arroz y panceta. De rechupete. Siesta de pileta. Tarde de larguísimas caminatas a La Ciénaga, que no es tal sino un lugar bajo con abundante vegetación a lo largo de un riacho cristalino y cantor; una subida hasta el lugar dónde, allá por la segunda mitad del siglo XIX, los lugareños ocultaron la imagen de la virgen del Rosario, patrona del lugar, para protegerla de los supuestos ataques de Felipe Varela, el último caudillo, que según los unitarios venía arrasando iglesias e imágenes después de la derrota en el Pozo de Vargas. Nada pasó, pero el lugar persiste con una réplica. Y la imagen original, la ‘buena’, es subida por los pobladores en octubre hasta ese mismo lugar para pasar el día, rezar, hacer o cumplir promesas y escuchar música en el escenario montado en el medio de la piedra. El resto del tiempo las avispas son las dueñas del lugar, aunque hay restos de velas y fósforos en condiciones, por las dudas algún peregrino extemporáneo.
Bajamos, algunos por el camino de ida; una, que se anticipa, no advierte que va caminando por el lecho de un río. Todo lleva a un mismo lugar, el pueblo, y siempre es posible orientarse por la imagen de otra virgen, india de nariz respingada, que preside el caserío desde su mirador. El problema es que ahí descubrimos que el pueblo está cercado y las púas hacen difícil reingresar. Por suerte, lo logramos antes de que caiga la noche y no nos hayamos cruzado con un solo cristiano. La puesta del sol es una experiencia que se vive mejor junto a esa virgen guía, en altura, con todos los cerros a la vista.

El mirador de la virgen - Aicuña


Aceitunas, nueces y queso para esperar las riquísimas tartas que es lo único, aparte del baño, que nos separa del sueño.

De regreso por Talampaya

Al otro día, temprano, Aicuña queda atrás. Retomamos la 40 en sentido oeste hacia Villa Unión, para doblar luego a la izquierda a Talampaya. Pero antes nos demudamos cuando una curva nos presenta una imagen de 360° del valle del Bermejo que está entre lo mejor que uno puede llegar a ver en la vida. Se impone escala en Villa Unión. Combustible. Cajeros automáticos. Ruta. Control más exhaustivo de la policía porque “hay un operativo”. Y Talampaya.
El parque, patrimonio natural y cultural de la humanidad, ha mejorado sustancialmente sus servicios en los últimos años. Dos de nosotros van a internarse en el cañón en un moderno camión-ómnibus cuyo techo se abre a voluntad para no perderse nada a cambio de 300 pesos por persona. El servicio que reciben durante el trayecto es muy profesional. Todo está controlado. Inmediatamente nos acordamos de Paco.
Los otros dos nos quedamos en el parador, donde hay aire, porque son las 10,30 y durante tres horas vamos a esperar a los visitantes. Talampaya es un recorrido que ya hemos hecho varias veces.
Confiamos en el wi fi. Mal hecho. Internet es sólo para algunos: los guardaparques. Nos acomodamos en el comedor, frescos, sin que nos exijan consumición hasta que ver tanta gente moviendo la mandíbula y un reloj que marca las 12,30 nos abren el apetito. Nada es demasiado caro y se paga lo mismo que en cualquier otro lado.
La gente llega, compra los circuitos  de paseo y hace tiempo en el parador permanentemente. Cada hora hay una excursión. El sol, obeso, es el amo y señor de la situación. Se escuchan y ven diferentes idiomas y tipos de personas.  Capaz es una pena que sólo esté abierto de 8 a 18 en el verano. Debe ser alucinante por la noche. Pero eso también está previsto: las noches de luna llena, dos antes y dos después, se pueden tomar paseos nocturnos, informan los guías. Y uno suspira.