domingo, 12 de abril de 2009

Pierre Bourdieu: Algunas propiedades de los campos

El presente texto es copia fiel del capítulo de P.B. de referencia, transcripto porque el original en poder del docente no está en condiciones de ser fotocopiado.

IFDAC ‘Alberto M. Crulcich’ La Rioja - Cátedra de Sociología del Arte - 2006


Pierre Bourdieu: ‘Algunas propiedades de los campos’ en ‘Sociología y Cultura’ (1990) Edit. Grijalbo, México. Reproduce una conferencia dirigida a un grupo de filólogos e historiadores de la literatura en la Ecole Normale Superieure en noviembre de 1976.


Los campos se presentan para la aprehensión sincrónica como espacios estructurados de posiciones (o de puestos) cuyas propiedades dependen de su posición en dichos espacios y pueden analizarse en forma independiente de las características de sus ocupantes (en parte determinados por ellas). Existen leyes generales de los campos: campos tan diferentes como el de la política, el de la filosofía o el de la religión tienen leyes de funcionamiento invariantes (gracias a esto el proyecto de una teoría general no resulta absurdo y ya desde ahora es posible utilizar lo que se aprende sobre el funcionamiento de cada campo en particular para interrogar e interpretar a otros campos, con lo cual se logra superar la antinomia mortal de la monografía ideográfica y de la teoría formal y vacía). Cada vez que se estudia un nuevo campo, ya sea el de la filología del siglo XIX, el de la moda de nuestros días o el de la religión en la Edad Media, se descubren propiedades específicas, propias de un campo en particular, al tiempo que se contribuye al progreso del conocimiento de los mecanismos universales de los campos que se especifican en función de variables secundarias. Por ejemplo, debido a las variables nacionales, ciertos mecanismos genéricos, como la lucha entre pretendientes y dominantes, toman formas diferentes. Pero sabemos que en cualquier campo encontraremos una lucha, cuyas formas específicas habrá que buscar cada vez, entre el recién llegado que trata de romper los cerrojos del derecho de entrada, y el dominante que trata de defender su monopolio y de excluir a la competencia.

Un campo – podría tratarse del campo científico – se define, entre otras formas, definiendo aquello que está en juego y los intereses específicos, que son irreductibles a lo que se encuentra en juego en otros campos o a sus intereses propios (no será posible atraer a un filósofo con lo que es motivo de disputa entre geógrafos) y que no percibirá alguien que no haya sido construido para entrar en ese campo (cada categoría de intereses implica indiferencia hacia otros intereses, otras inversiones, que serán percibidos como absurdos, irracionales o sublimes y desinteresados). Para que funcione un campo, es necesario que haya algo en juego y gente dispuesta a jugar, que esté dotada de los habitus que implican el conocimiento y reconocimiento de las leyes inmanentes al juego, de lo que está en juego, etc.

Un habitus de filólogo es a la vez un ‘oficio’, un cúmulo de técnicas, de referencias, un conjunto de ‘creencias’, como la propensión a conceder tanta importancia a las notas al pié como al propio texto, propiedades que dependen de la historia (nacional e internacional) de la disciplina, de su posición (intermedia) en la jerarquía de las disciplinas, y que son a la vez condición para que funcione el campo y el producto de dicho funcionamiento (aunque no de manera integral: un campo puede limitarse a recibir y consagrar cierto tipo de habitus que ya está más o menos constituido).

La estructura del campo es un estado de la relación de fuerzas entre los agentes o las instituciones que intervienen en la lucha o, si uds. prefieren, de la distribución del capital específico que ha sido acumulado durante luchas anteriores y que orienta las estrategias ulteriores. Esa misma estructura, que se encuentra en la base de las estrategias dirigidas a transformarla, siempre está en juego: las luchas que ocurren en el campo ponen en acción el monopolio de la violencia legítima (autoridad específica) que es característico del campo considerado, esto es, en definitiva, la conservación o subversión de la estructura de la distribución del capital específico. (Hablar de capital específico significa que el capital vale en relación con un campo determinado, es decir, dentro de los límites de este campo, y que sólo se puede convertir en otra especie de capital dentro de ciertas condiciones. Basta con pensar, por ejemplo, en el fracaso de Cardin cuando quiso transferir a la alta cultura un capital acumulado en la alta costura: hasta el último de los críticos de arte sentía la obligación de afirmar su superioridad estructural como miembro de un campo que era estructuralmente más legítimo, diciendo que todo lo que hacía Cardin en cuanto a arte legítimo era pésimo e imponiendo así a su capital la tasa de cambio más desfavorable).

Aquellos que, dentro de un estado determinado de la relación de fuerzas, monopolizan (de manera más o menos completa) el capital específico, que es el fundamento del poder o de la autoridad específica característica de un campo, se inclinan hacia estrategias de conservación – las que, dentro de los campos de producción de bienes culturales, tienden a defender la ortodoxia -, mientras que los que disponen de menos capital (que suelen ser también los recién llegados, es decir, por lo general, los más jóvenes) se inclinan a utilizar estrategias de subversión: las de la herejía. La herejía, la heterodoxia, la ruptura crítica, que está a menudo ligada a la crisis, junto con la doxa, es la que obliga a los dominantes a salir de su silencio, le impone la obligación de producir el discurso defensivo de la ortodoxia, un pensamiento derecho y de derechas que trata de restaurar un equivalente de la adhesión silenciosa de la doxa.

Otra propiedad ya menos visible de un campo: toda la gente comprometida con un campo tiene una cantidad de intereses fundamentales comunes, es decir, todo aquello que está vinculado con la existencia misma del campo; de allí que surja una complicidad objetiva que subyace en todos los antagonismos. Se olvida que la lucha presupone un acuerdo entre los antagonistas sobre aquello por lo cual merece la pena luchar y que queda reprimido en lo ordinario, en un estado de doxa, es decir, todo lo que forma el campo mismo, el juego, las apuestas, todos los presupuestos que se aceptan tácitamente, aún sin saberlo, por el mero hecho de jugar, de entrar en el juego. Los que participan en la lucha contribuyen a reproducir el juego, al contribuir, de manera más o menos completa según los campos, a producir la creencia en el valor de lo que está en juego. Los recién llegados tienen que pagar un derecho de admisión que consiste en reconocer el valor del juego (la selección y cooptación siempre prestan mucha atención a los índices de adhesión al juego, de inversión) y en conocer (prácticamente) ciertos principios de funcionamiento del juego. Ellos están condenados a utilizar estrategias de subversión, pero éstas deben permanecer dentro de ciertos límites, so pena de exclusión. En realidad, las revoluciones parciales que se efectúan continuamente dentro de los campos no ponen en tela de juicio los fundamentos mismos del juego, su axiomática fundamental, el zócalo de creencias últimas sobre las cuales reposa todo el juego. Por el contrario, en los campos de producción de bienes culturales, como la religión, la literatura o el arte, la subversión herética afirma ser un retorno a los orígenes, al espíritu, a la verdad del juego, en contra de la canalización y degradación de que ha sido objeto. (Uno de los factores que protege los diversos juegos de la revoluciones totales, capaces de destruir no sólo a los dominantes y la dominación, sino al juego mismo, es precisamente la magnitud misma de la inversión, tanto en tiempo como en esfuerzo, que supone entrar en el juego y que, al igual que las pruebas de los ritos de iniciación, contribuye a que resulte inconcebible prácticamente la destrucción simple y sencilla del juego. Así es como sectores completos de la cultura – ante filólogos, no puedo dejar de pensar en la filología – se salvan gracias a lo que cuesta adquirir los conocimientos necesarios aunque sea para destruirlos formalmente).

A través del conocimiento práctico que se exige tácitamente a los recién llegados, están presentes en cada acto del juego toda su historia y todo su pasado. No por casualidad uno de los indicios más claros de la constitución de un campo es – junto con la presencia en la obra de huellas de la relación objetiva (a veces incluso consciente) con otras obras, pasadas o contemporáneas – la aparición de un cuerpo de conservadores de vidas – los biógrafos – y de obras – los filólogos, los historiadores de arte y de literatura, que comienzan a archivar los esbozos, las pruebas de imprenta o los manuscritos, a ‘corregirlos’ (el derecho de ‘corrección’ es la violencia legítima del filólogo), a descifrarlos, etc -; toda esta gente que está comprometida con la conservación de lo que se produce en el campo, su interés en conservar y conservarse conservando. Otro indicio del funcionamiento de un campo como tal es la huella de la historia del campo en la obra (e incluso en la vida del productor). Habría que analizar, como prueba a contrario, la historia de las relaciones entre un pintor al que se llama ‘naif’ (es decir, que entró en el campo un tanto sin querer, sin pagar derecho de admisión ni arbitrios…) como lo es Rousseau, y los artistas contemporáneos, como Jarry, Apollinaire o Picasso, que juegan (en el sentido propio del término, con toda clase de supercherías más o menos caritativas) al que no sabe jugar el juego, que sueña con realizar un Bouguereau o un Bonnat en la época del futurismo y el cubismo y que rompe el juego, pero sin querer, o al menos sin saberlo, con total inconsciencia, al contrario de gente como Duchamp, o incluso Satie, que conocían lo bastante la lógica del campo como para desafiarla y explotarla al mismo tiempo. Habría que analizar también la historia de la interpretación posterior de la obra, la cual, gracias a la sobreinterpretación, le da entrada en la categoría, es decir, en la historia, y trata de convertir a ese pintor aficionado (los principios estéticos de su pintura, como la brutal frontalidad de los retratos, son los mismos que utilizan los miembros de las clases populares en sus fotografías) en revolucionario consciente e inspirado.

Existe el efecto de campo cuando ya no se puede comprender una obra (y el valor, es decir, la creencia, que se le otorga) sin conocer la historia de su campo de producción, con lo cual los exegetas, comentadores, intérpretes, historiadores, semiólogos y demás filólogos justifican su existencia como únicos capaces de explicar la obra y el reconocimiento del valor que se le atribuye. La sociología del arte o de la literatura que remite directamente a las obras a la posición que ocupan en el espacio social (la clase social) sus productores o clientes, sin tomar en cuenta su posición en el campo de producción (una ‘reducción’ que se justificaría, si acaso, para los ‘naif’), se salta todo lo que le aportan el campo y su historia, es decir, precisamente todo lo que la convierte en una obra de arte, de ciencia o de filosofía. Un problema filosófico (o científico, etc.) legítimo es aquel que los filósofos (o los científicos) reconocen (en los dos sentidos) como tal (porque se inscribe en la lógica de la historia del campo y en sus disposiciones históricamente constituidas para y por la pertenencia al campo) y que, por el hecho mismo de la autoridad específica que se les reconoce, tiene grandes posibilidades de ser ampliamente reconocido como legítimo. También en este caso es muy revelador el ejemplo de los ‘naifs’. Es gente que, en nombre de una problemática que ignoraba por completo, se ha visto lanzada a una posición de pintor o escritor (y revolucionario, además…): las asociaciones verbales de Jean Pierre Brisset, sus largas series de ecuaciones de palabras, de aliteraciones y despropósitos, que él quería remitir a las sociedades científicas y a las conferencias académicas por un error de campo que prueba su inocencia, habrían quedado como las elucubraciones de un demente, que es lo que se consideraron en un principio, si la ‘patafísica’ de Jarry, los juegos de palabras de Apollinaire o de Duchamp y la escritura automática de los surrealistas, no hubieran creado la problemática que sirvió de referencia para que adquirieran sentido. Estos poetas-objeto, estos pintores-objeto, estos revolucionarios objetivos, nos permiten observar, aislado, el poder de transmutación de un campo. Este poder se ejerce en la misma medida, aunque de manera menos espectacular y mejor fundada, sobre las obras de los profesionales quienes, conociendo el juego, es decir, la historia del juego y su problemática, saben lo que hacen (lo cual de ninguna manera quiere decir que sean cínicos), de tal forma que la necesidad que en ellas descubre la lectura sacralizadora no parece ser tan evidentemente el producto de una casualidad objetiva (que también lo es, y en la misma medida, puesto que presupone una milagrosa armonía entre una disposición filosófica y el estado en que se encuentran las expectativas del campo). Heidegger es a menudo algo de Spengler o Jungler que ha pasado por la retorta del campo filosófico. Las cosas que tiene que decir son muy sencillas: la técnica es la decadencia de Occidente; después de Descartes todo va de mal en peor, etc. El campo o, para ser más exacto, el habitus de profesional ajustado de antemano a las exigencias del campo (como, por ejemplo, a la definición vigente de la problemática legítima) funcionará como un instrumento de traducción: ser un ‘revolucionario conservador’ dentro de la filosofía, es revolucionar la imagen de la filosofía kantiana mostrando que en la raíz misma de ésta, que se presenta como una crítica de la metafísica, está la metafísica. Esta transformación sistemática de los problemas y los temas no es producto de una búsqueda consciente (o calculada o cínica), sino un efecto automático de la pertenencia al campo y del dominio de la historia específica del campo que ésta implica. Ser filósofo es dominar lo necesario de la historia de la filosofía como para saber conducirse como filósofo dentro del campo filosófico.

Debo insistir una vez más en el hecho de que el principio de las estrategias filosóficas (o literarias, etc.) no es el cálculo cínico, la búsqueda consciente de la maximización de la ganancia específica, sino una relación inconsciente entre un habitus y un campo. Las estrategias de las cuales hablo son acciones que están objetivamente orientadas hacia fines que pueden no ser los que se persiguen subjetivamente. La teoría del habitus está dirigida a fundamental la posibilidad de una ciencia de las prácticas que escape a las alternativa del finalismo o el mecanicismo. (La palabra interés, que he empleado varias veces, es también muy peligrosa porque puede evocar un utilitarismo que es el grado cero de la sociología. Una vez dicho esto, la sociología no puede prescindir del axioma del interés, comprendido como la inversión específica en lo que está en juego, que es a la vez condición y producto de la pertenencia a un campo). El habitus, como sistema de disposiciones adquiridas por medio del aprendizaje implícito o explícito que funciona como un sistema de esquemas generadores, genera estrategias que pueden estar objetivamente conformes con los intereses objetivos de sus autores sin haber sido concebidas expresamente con este fin. Se requiere de una reeducación completa para escapar a la alternativa del finalismo ingenuo (que llevaría a escribir, por ejemplo, que la ‘revolución’ que condujo a Apollinaire a las audacias de Lundi rue Christine y otros rade made poéticos, le fue inspirada por el deseo de colocarse a la cabeza del movimiento indicado por Cendrars, los futuristas o Delaunay), y de la explicación de tipo mecanicista (que consideraría esta transformación como un efecto directo y simple de determinaciones sociales). Cuando la gente puede limitarse a dejar actuar su habitus para obedecer a la necesidad inmanente del campo y satisfacer las exigencias inscriptas en él (lo cual constituye para cualquier campo la definición misma de la excelencia), en ningún momento siente que está cumpliendo con un deber y aún menos que busca la maximización del provecho (específico). Así, tiene la ganancia suplementaria de verse y ser vista como persona perfectamente desinteresada.





Concepto de habitus (Tomado de Pierre Bourdieu (1991) ‘El sentido práctico’. Taurus. Madrid. Pág. 92)


“Los condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que pueden estar objetivamente adaptadas a su fin sin suponer la búsqueda consciente de fines y el dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos, objetivamente ‘reguladas’ y ‘regulares’ sin ser el producto de la obediencia a reglas, y, a la vez que todo esto, colectivamente orquestadas sin ser producto de la acción organizadora de un director de orquesta”.

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