Por María Rosa Di Santo
El escrache,
por definición, es una acción intimidatoria pública que en nuestro país comenzó
a usarse frente a la inacción o demora del sistema judicial para juzgar primero
a represores y luego a corruptos, a la manera de una catarsis colectiva. Sin
embargo, en el último tiempo y de la mano del movimiento feminista que está
reconsiderando las relaciones entre los sexos y las posiciones de las mujeres
en la sociedad, se empezó a usar el escrache para denunciar a hombres que
supuestamente han cometido delitos de género (“Cualquier acción o conducta,
basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o
psicológico a la mujer, tanto en ámbito público como en el privado”. Convención
de Belem do Pará vigente en Argentina desde 1996) en la actualidad o en el
pasado. Esta acción suele presentar tres particularidades en las que me quiero
detener: no necesariamente el escrache está acompañado por una denuncia
judicial; no siempre las supuestas víctimas se identifican, alegando temor a
diversidad de represalias, y en ocasiones el escrache se realiza usando la tradicional
red discursiva informal del chisme, es decir se sostiene en el ámbito de lo ‘privado’
aunque de hecho por su magnitud termina convirtiéndose en ‘público’, con todo
lo relativo que supone esta dicotomía hoy.
Obviamente estas
particularidades tienden a ‘proteger’ a los denunciantes, en perjuicio de los
denunciados. Esto no es grave cuando el denunciado es culpable pero los delitos
cometidos se mantuvieron impunes por el silencio de las víctimas o porque el
denunciado posee buenos mecanismos de defensa – como vinculaciones y dinero - para
mitigar la denuncia. Por supuesto que el problema que se plantea en estos
términos ubica a la justicia – y al poder político que la maneja – como corresponsables
de lo que ocurre, pero fundamentalmente plantea, desde el punto de vista de la
persona común, una situación muy
delicada: si dejamos de lado la justicia porque funciona mal y no garantiza el
ejercicio de nuestros derechos ¿quién dice
entonces que el denunciado es culpable? ¿Y si fuera inocente? ¿Y si la condena
social se basa en que es verosímil que sea culpable – por su cara, por su modo
de relacionarse con la gente, por la familia o el sector social del que
proviene, etc. – y ya no importa si es verdadero?
Cuando frente
a las profundas falencias de la justicia no recurrimos a ella, la condena social
vehiculiza y agota la denuncia. Y lo hace de una manera despiadada, cruel y muy
efectiva, por cierto. Las redes sociales aportan lo suyo. Y cuando no bastan,
se las complementa con un sistema de presiones cara a cara para que cada quien
tome posición a riesgo de ser considerado cómplice. Por supuesto que los
denunciados – suponiendo que sean inocentes – siempre tienen potencialmente la
instancia judicial para plantear una acción civil de daños y perjuicios a la imagen, el honor o su
reputación mediante la publicación de calumnias o injurias, pero ¿qué pasa
mientras tanto? El escrache puede terminar teniendo el mismo efecto de un “linchamiento”.
La antropóloga Rita Segato decía en diciembre pasado, en el cuarto Encuentro
Latinoamericano de Feminismos, que desde este movimiento “podría haber una
instancia de juicio justo”, -en vez de las escraches como se los conoce ahora,
-“como una asamblea, para que la situación no sea un linchamiento sin
sumario. (…) Si defendemos el derecho al proceso de justicia, nuestro movimiento
no puede proceder de esa forma que ha condenado” respecto del terrorismo de
Estado (Agencia Paco Urondo), por ejemplo.
Como madre,
tía, amiga de madres con hijos varones me resulta muy apropiado analizar lo que
está pasando en clave de algunos filósofos que han dado vuelta como una media
la realidad a través de sus reflexiones. Es un ejercicio intelectual que a mí
me parece que hace falta porque, por ejemplo, siempre preocupado por indagar acerca de “los
efectos de poder y la producción de verdad”, Michel Foucault decía: “…sueño con
el intelectual destructor de evidencias y universalismos, el que señala e
indica en las inercias y las sujeciones del presente los puntos débiles, las
aperturas, las líneas de fuerza, el que se desplaza incesantemente y no sabe a
ciencia cierta dónde estará ni qué pensará mañana, pues tiene centrada toda su
atención en el presente, el que contribuya allí por donde pasa a plantear la
pregunta de si la revolución vale la pena (y qué revolución y qué esfuerzo es
el que vale) teniendo en cuenta que a esa pregunta sólo podrán responder
quienes acepten arriesgar su vida por hacerla” (‘No al sexo rey’, 1977).
Me pregunto
cómo operan en esta realidad nuestra, casi 50 años después, los efectos de
verdad de ciertos discursos que ponemos a circular con convencimiento y de
manera colectiva, y no hablo aquí en la primera persona del plural porque es
mayestático sino literalmente. Dice Foucault: “Lo importante, creo, es que la verdad no está
fuera del poder ni sin poder. (…) La verdad es de este mundo; se produce en él
gracias a múltiples coacciones. Y detenta en él efectos regulados de poder.
Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su ‘política general’ de la verdad:
es decir, los tipos de discurso que acoge y hace funcionar como verdaderos o
falsos, el modo como se sancionan unos y otros; las técnicas y los
procedimientos que están valorizados para la obtención de la verdad; el
estatuto de quienes están a cargo de decir lo que funciona como verdadero” (‘Verdad
y Poder’,1974).
Cuando el
poder a nivel macrosocial se ejercía por delegación y la representación no se
había deslegitimado como ahora, cuando el ciudadano común respetaba y temía el
servicio de administración de justicia aunque lo supiera injusto, cuando el ‘saber’
era reconocido en términos de autoridad respecto del hombre de leyes, del
académico, aun cuando erraran, por supuesto, a sabiendas o no, cuando no éramos
conscientes de la existencia de una microfísica del poder que atraviesa
nuestras vidas desde el ámbito privado de nuestras propias casas, la política
general de la verdad fluía de arriba hacia abajo. Eso no era necesariamente
bueno en sí mismo. Lo que nos importa es subrayar que ya no pasa. Pero lo que
sí pasa, tanto en el antiguo régimen de verdad como en el actual, son los abusos.
El punto es qué, cómo y quién dice qué es verdad en los discursos que se
imponen como tales justamente por el poder que detentan, por la legitimidad de
la lucha feminista, porque lo que durante siglos fue ‘impensable’ hoy es lo
contrario y no hay estrategias y tácticas claras de defensa frente a ellos. El
derecho como tal, la ley, parece insuficiente, moroso, caprichoso, oxidado en
su extenso camino entre la letra sancionada y la aplicación en cada caso singular.
Foucault
recomienda pensar “instrumentos y útiles” para no seguir generando nuevos “efectos
de dominación” funcionales a los previos. La disidencia con un orden
establecido requiere de un “instrumento ideológico: un instrumento de análisis,
de percepción, de desciframiento. Una posibilidad de definir tácticas, etc.
Esto es en efecto lo que hay que hacer” (‘Encierro, psiquiatría, prisión’,
1977). Destaca como necesario aprovechar la teoría para “edificar
progresivamente un saber estratégico”, buscar el instrumento adecuado a partir
del análisis de situaciones singulares porque todo proceso de lucha requiere de
una “reforma estratégica”. A diferencia de lo que normalmente ha ocurrido, la
lucha no debería quedarse únicamente en la denuncia de las contradicciones (‘Poderes
y estrategias’, 1977).
En 1975 Gilles
Deleuze dice de Foucault que lo que este último vino a decir es que “el poder
no se posee, se ejerce. No es una propiedad, es una estrategia: algo que está
en juego”; que el poder “es un efecto de conjunto”, no reside sólo en el
Estado; y que el poder “produce lo real”, entre otras afirmaciones que
contradicen los postulados tradicionales. En esta lucha de género que las
mujeres hemos emprendido en esta última etapa histórica – puesto que sería
injusto ignorar todos los antecedentes de las pioneras, las famosas y las
anónimas, que lucharon por sus derechos – es bueno que la lucha tenga en claro
que el poder se ejerce hasta en los más mínimos mecanismos y relaciones de la
vida social; es bueno que se estructure en discursos alternativos que se hacen
públicos para construir consensos desde la identificación y no desde el temor,
porque así logran efecto de verdad y producen lo ‘real-otro’ a nivel simbólico,
pero es malo que no responda a
estrategias que, básicamente, procuren no banalizar las propias banderas de
lucha. Aun para luchar por lo justo hay que ser riguroso.
Y buscar
alternativas que no reproduzcan los modelos conocidos. A la afirmación de un
dirigente maoísta respecto de que en un primer estadio de revolución ideológica
“estoy a favor de los ‘excesos’. Hay que doblar el bastón en el sentido
contrario, no se puede cambiar el mundo sin romper unos huevos…”, Foucault
responde “sobre todo, hay que romper el bastón…” (‘Sobre la justicia popular’,
1972). Ambos se referían a los tribunales populares en reemplazo de los
burgueses, pero el filósofo francés advierte que lo nuevo no debería ser “el
embrión” de otra forma de “opresión”.
Segado dice lo
propio. Se plantea: “¿qué es lo contrario a la impunidad? ¿El punitivismo?”, para
discurrir de la siguiente manera: “No quiero un feminismo del enemigo, porque
la política del enemigo es lo que construye el fascismo. Para hacer política,
tenemos que ser mayores que eso. (…) Antes de ser feminista soy pluralista,
quiero un mundo sin hegemonía. Lo no negociable es el aborto y la lucha contra
los monopolios que consideran que hay una única forma del bien, de la
justicia, de la verdad: eso es mi antagonista”. Y lanzó esta advertencia,
que comparto: “el feminismo punitivista puede hacer caer por tierra una gran
cantidad de conquistas”, es “un mal sobre el que tenemos que reflexionar más”,
y recordando la violencia que se vive en las prisiones, nos plantea: “¿Puede un
estado con las cárceles que tiene hacer justicia? Esa no puede ser la justicia;
ser justo con una mano y ser cruel con la otra”.
La antropóloga
pide tener “cuidado con las formas que aprendimos de hacer justicia” desde lo
punitivo, que están ligadas a la lógica patriarcal. El desarrollo del
feminismo, recalca, no puede “pasar por la repetición de los modelos
masculinos”. Frente a eso, sabe que la respuesta no es fácil: “No hay una
solución simple, pero es necesario pensar más y estar en un proceso constante.
Cuando el proceso se cierra, es decir, cuando la vida se cierra, se llega a lo
inerte. La política en clave femenina es otra cosa, es movimiento”.
Habrá que
seguir pensando, hacer consciente nuestro poder e ir descartando atajos, pues.
La Rioja, 12 de febrero de 2019
1 comentario:
Caramba, muy buena análisis y desarrollo. Me lo llevo para pensarlo mejor. Gracias
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