Por María Rosa Di Santo
Nos quieren pobres, débiles. Nos
quieren entregados, fatalistas, dóciles aceptando nuestro destino de no haber
nacido en cuna de oro, agradeciendo con lágrimas en los ojos que nos dejen vislumbrar
siquiera, a través de las ‘celebritys’ mediáticas, cómo se vive a lo grande y
lo que nos estamos perdiendo, por pura mala suerte nomás.
Quieren eso. La pobreza es
altamente funcional a los sistemas de dominación. Los pobres están para
arrodillarse frente al amo, aceptar las injusticias como naturales, no
contestar, comprender que rebelarse es subvertir las ‘mejores’ tradiciones y
cometer el mayor pecado concebido por los poderosos: ‘nunca se muerde la mano
que te da de comer’. Como perros.
Esclavos. Nos quieren esclavos.
Peleando entre nosotros por un mendrugo. Balbuceando peros, porque ni siquiera
hemos aprendido – o ya hemos olvidado - cómo armar una buena oración. Haciéndole
trampas al de al lado, para sentirnos diferentes. Repitiendo consignas
estúpidas. Aplaudiendo a mediocres de piel estirada y rasgos de careta.
Óptimo si ignoramos nuestros
derechos, pero no tan malo si renunciamos a ellos. ¿Qué es esa quimera de que
todos somos iguales? Ante algún dios puede ser, ante la muerte, pero ante la
ley… ¿qué ley? Si la mayoría ni siquiera conoce la maraña de leyes tejidas en
lenguaje difícil para hacerla inaccesible. ¿Y Ud. ignora la ley? ¿qué tipo de
ciudadano es?
En los interminables ciclos de
los procesos sociales, esta vez nos toca ir cuesta abajo. Bien abajo, hacia el
núcleo mismo de nuestra tierra, hociquear, pozear, cavar nuestra propia fosa. Embarrarnos
y vernos así luego, a la luz del sol, cubiertos de mierda. Capas de mierda que
alternativamente fueron dejando los bienintencionados, los dañinos y los
inconscientes.
Pero, eso sí, siempre
enfrentados. Pocos factores son tan redituables como sostener al cuerpo social
dividido, convencido de que eso que los distancia es real y vale el esfuerzo.
No, si… no vayan a creer, ¡la dominación es un arte! Y una ciencia también, una
ciencia puesta al servicio de la legitimación permanente de las problemáticas
que prioriza el poder.
Nos quieren obedientes, para que
la dominación sea posible y se perpetúe. Nos quieren sumisos, sin criterio
propio, sin autonomía, integrados, pagando el precio que hay que pagar para ser
aceptado como uno más del montón, de la ‘masa’.
Nos quieren presos de una cultura
que sólo reproduzca y que cuando genera algo nuevo, eso pueda ser rápidamente
deglutido por el ‘sistema’. Nos quieren dentro de termos, sin nada alrededor
que nos conmueva en lo íntimo, nada que no pueda resolverse con un ‘me gusta’
en las redes sociales.
Sin fuerza física – o con la
mínima posible, casi ejemplar -, sin coacción. El mundo simbólico pesa más que
el real así que el poder se sostiene en una paradójica sutileza brutal, se
ejerce de adentro hacia afuera. Opiniones, creencias, acciones. Todo viene de
ahí. Lo peor es que nos creemos libres. ¡Hasta creemos que elegimos! como
decían los de Frankfurt.
Pero ¿quién ‘nos' quiere? ¿Hasta
dónde somos ajenos a esto que nos pasa? ¿Por qué toda nuestra acción es casi
siempre la reacción indignada y pasajera de lo que nos pasa? ¿qué hacemos,
además de catarsis?
George Simmel llamó a esta
“autocontradicción”, a principios del siglo XX, la tragedia de la cultura
contemporánea. Para decirlo con todas las licencias y sintéticamente: venimos a
ser quienes hemos creado el monstruo que nos fagocita. ¿Hablamos de
destrucción? No, sólo del sinsentido, del absurdo. De un inmenso vacío ocupado
por cosas, slogans y personajes vacuos, banales, incapaces de alguna
trascendencia.
Es recién entonces cuando cobra
sentido que un Trump, un Macri, un Bolsonaro ganen elecciones e incluso puedan
ser reelectos, ellos o los que son como ellos que, haciendo gala del grotesco,
convierten valles en desiertos. Cuando cobra sentido el profundo y letal
resentimiento que envuelve a esa parte de la sociedad excluida de los
beneficios del consumo. Y por lo tanto cobran sentido la violencia de todos los
días; las políticas de seguridad que primero nos necesitan inseguros; la vuelta
al conservadurismo más retrógrado; los reclamos de protección a cualquier costo;
la cesión de derechos humanos básicos que llevó siglos de lucha consagrar; el
vaciamiento de los mejores discursos; la relativización de todo.
Cobran sentido los sinsentidos,
es cierto, pero eso no nos satisface. Aunque riguroso, el diagnóstico no es
suficiente porque ese juego contradictorio es altamente corrosivo. Solos, ya ni
siquiera somos nostálgicos, recordando incluso con alegría algún episodio
pasado. No. Somos melancólicos, estamos presos de una tristeza infinita
producto de una insatisfacción infinita. Nunca tan individuos, lo que nos
vuelve más funcionales aún, más débiles, más proclives a aceptar otros abusos.
Como decía Arendt, el totalitarismo fue posible en el repliegue y el
aislamiento.
Habrá entonces que dejar de
chicanearnos entre nosotros buscando o recordando quiénes hemos sido más
‘culpables’ - concepto odioso si los hay
– y reconocernos responsables por acción u omisión de lo que nos pasa. Porque
si hay una mentira ideológicamente recargada que nos estamos creyendo casi
todos, esa es que este ‘orden de cosas’ que nos arrastra cuesta abajo es
inexorable. Habrá que desbloquearnos para reconstruir vínculos desde la
diversidad, desde la conciencia del otro y de uno mismo, desde y a través del
diálogo interrumpido para plantearse preguntas viejas y efectivas del estilo
¿Por qué? ¿Por qué no? ¿Quién dice que esa que se quiere imponer por la fuerza
de los ‘hechos’ es la verdad?
Algo tiene que haber más allá de
la bronca, de la impotencia, de la aceptación cómplice. Porque esta no es la
primera crisis. Y, desde un punto de vista histórico, tampoco será la última.
La Rioja, noviembre 2018
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