viernes, 6 de febrero de 2015

Crónicas de viaje: La Rioja al oeste


Talampaya visto desde Aicuña





48 horas, 600 kilómetros y una postal que habla de La Rioja

Por María Rosa Di Santo

Es cuestión de largarse a revisitar el propio lugar. Con cualquier excusa, por ejemplo que viene gente que no conoce y uno se ofrece para acompañarla. Incluso eso lo hace más que interesante, porque el intercambio se genera entre los ojos nuevos del otro y los ojos habituados.
¿Qué conviene hacer como plan? ¿por dónde andar que valga la pena y en el corto tiempo implique llevarse una imagen de La Rioja?
Elegimos casi casi por el afecto. Hacemos base en Aicuña, departamento Felpe Varela, por varias razones: está a 300 kilómetros de la capital de la provincia; salvo diez kilómetros de tierra, tiene buenos caminos aunque hay que circular con precaución en estas épocas de crecientes en ríos normalmente secos que aparecen como trombas; es el ir a meterse en la montaña, estar ahí, de manera tal que cuando uno mira cerquita, está mirando en pequeño todo lo que el paisaje le ofrece; está a unos 100 kilómetros del parque nacional de Talampaya, un espacio singular que los visitantes desconocen; a unos 100 kilómetros del camino por la cordillera y es parte de un valle, el del Bermejo, que es una fiesta del color y silencio. Además, cuenta con un sitio donde uno se siente en familia: se come y se duerme bien, si hace frío hay abrigo y si hace calor, una pileta de agua tan fresca como la que corre por las aguadas.
Es principios de febrero. Salimos de La Rioja con el tanque lleno en un auto común. Nuestro recorrido no prevé la necesidad de uan 4x4. Son las 16 y claro, hace calor. Con aire, pasa. Vamos por la ruta nacional 38, los Llanos, hacia Patquía, lugar del que no tengo mucho para decir salvo que es un cruce estratégico de caminos, no lo suficientemente valorado ni siquiera comercialmente (aquí empalman las rutas a Córdoba y Buenos Aires con el Noroeste y Cuyo, incluyendo los pasos internacionales a Chile y Bolivia). Desde allí se dobla por la ruta provincial 150 que luego se convertirá en la nacional 76, en un tramo llano donde lo mejor para ver es la punta sur del cordón del Velazco a la derecha. Pero no por mucho tiempo. A los 120 kilómetros, aproximadamente, aparece El Chiflón. Hay una cierta vacilación al interior del auto, durante la cual los locales comentamos a los visitantes las características del lugar y decidimos ingresar.

El Chiflón

El Chiflón
Desde la galería del parador nos observa Paco, un hombre con varias décadas a cuestas y los rasgos de la gente de ‘por acá’. Primero callados, atentos, oscuros, correctamente vestidos, con la piel endurecida por el sol y el viento. Lo que se dice un hombre del chiflón. Pero es una joven la que nos invita a pasar, recita brevemente la información básica acerca de los circuitos que existen y que pueden hacerse en este momento en el parque provincial, su duración y sus costos. Vamos a hacer el primer circuito por la hora, porque ellos cierran a las 18 y nosotros tenemos que seguir viaje y, en lo posible, llegar antes del anochecer. Son 100 pesos por cabeza. En efectivo. En el interior de La Rioja, aún en los parques más desarrollados turísticamente, como Talampaya o Laguna Brava, las tarjetas de crédito y débito no existen. Asi que hay que llevar dinero contante y sonante; y ya que estamos otras recomendaciones básicas:

-agua fresca y agua caliente para alguna infusión porque capaz por kilómetros y kilómetros no tendremos recarga;
-siempre que se encuentre un baño, ir. El próximo estará lejos.
-siempre que haya una estación de servicio y tenga combustible, cargar. La próxima estará lejos y por ahí ni siquiera habrá nafta.
-en La Rioja los cajeros automáticos escasean. Ni qué decir en el interior. Y no siempre han sido convenientemente cargados o siquiera funcionan.

El Chiflón
Subimos a Paco al auto para avanzar más rápidamente que a pie hasta los puntos de interés del parque y llegar al cañón mismo. El tiempo no ayuda, pero a la vez sí, porque resulta que a poco de entrar en el cañón el sol es tapado por los muros de arena y arcilla compactadas y el aire es fresco y el clima no agobia.
Como los viejos jugadores de truco, Paco nos va tanteando con un “¿qués lo que pasa?” hasta que, una media hora después, ya se siente a sus anchas y junto a descripciones imaginarias de geoformas que se preocupa por corroborar que vemos, como él, ameniza su tarea de guía con refranes, modismos y chistes. Paco es pícaro y ama su lugar. Transmite con pasión lo que sabe como viejo baqueano y también lo que descubrió que no sabía cuando los profesionales empezaron a dejarle pispear “el libro del geólogo” que, de cualquier manera, todavía no ha sido terminado porque desde hace tres años no se logra ejecutar la partida. O sea, la plata no aparece. “Ahora me ha dicho que la plata apareció, entonces enseguida nomás va a venir y terminar la tarea, para que nosotros, que no somos guías, podamos darles más información, porque  así no sabimos casi nada, ni la cuarta parte sabimos nosotros de lo que hay aquí”.

Paco enseñándonos lo que sabe y también lo que no sabe
“¿Y, cómo vamos? ¿Les va gustando?” pregunta con interés a medida que avanzamos por el parque, vemos la gallina; el hongo; el loro barranquero; el pinchudo ‘asiento de suegra’, el dinosaurio y hasta una carpa que nos ofrece por si no tenemos dónde pasar esa noche…. Todo de tierra, salvo el cactus, sometida por millones de años al viento y al agua, que es escasa, pero cae “dos veces al año” y se deja sentir. 

El Chiflón. En el centro, el hongo y hacia el fondo, izquierda, la carpita
En su relato nos cuenta la historia de la vida, describiendo las capas geológicas y las huellas de los huarpes y diaguitas que habitaron la zona; las semillas con hierbas ‘raras’ que los pájaros trajeron en sus ‘buches’ cuando debieron emigrar de otras zonas, de la “lejura”; se interrumpe para llamar a los cóndores con un fuerte “¡¡chujú, chujú!!!”, avisándoles que tienen el último público del día porque “capaz que los vemos antes de que vayan a dormir”. ¡Y los vemos!!!!!!!!!!!!!!!! A los dos que está seguro que han hecho de las alturas de El Chiflón su casa.  

A lo lejos, un cóndor. El Chiflón
“En veinte minutos llegan al final del recorrido” nos advierte Paco, expectante, porque parece querer seguir pese a que su turno terminó hace casi una hora y media. Junto a él calculamos cuánto nos falta y nos acordamos de los últimos diez kilómetros de tierra hasta Aicuña y no queremos llegar de noche… y damos la vuelta.  Antes de partir, firmamos el libro de visitas.
Paco podría tener tantos amigos como años. Cuando subimos al auto, cierra con llave la puerta del parador. Hemos visto que al lado están construyendo cabañas. Nos contó que este último año hicieron la perforación y encontraron agua a unos 100 metros de profundidad. Y eso está bueno, porque el paraje se sostiene gracias a que viene un camión tanque cada 15 días. Pero tememos por Paco y su familia y los pocos lugareños que van quedando, porque ¿quién sabe? Capaz que el capital se lleva puesta la cooperativa y a ellos les queda volver a sus casas y vivir de planes sociales, como la gran mayoría de la poca gente que va quedando en un interior que tiende a despoblarse aunque sea para ir a buscar una vida hacinada y maloliente en los arrabales de alguna ciudad.
En ese caso, sería el resto de la gente y los potenciales visitantes los que se perderían a Paco. Un Paco consciente de que la capacitación que se necesita es mejor que la reciban “los más jóvenes, porque yo ya no estoy para eso”. Y nosotros pensamos que, de alguna extraña manera, hemos tenido un privilegio.

Aicuña

Aicuña. Calle de ingreso
Pasamos enseguida por La Torre y nos prometemos unos de sus míticos sándwiches para la vuelta, pero elegimos no distraernos. A Aicuña. En el empalme con la ruta 40 doblamos a la derecha y el paisaje sigue siendo una fiesta. Vamos con el cordón del Famatina al frente, con mucha nieve en la cima, en medio de un estallido de rojos que paulatinamente se apagan.  A los casi 50 kilómetros doblamos a la derecha. Diez más y Aicuña nos recibe de noche.

Aicuña



Napolitana de pollo grillado con papas fritas y ensalada de tomate. Antes aceitunas y nueces de la zona, quesitos y cerveza helada. Como reyes.
El día siguiente se lo dedicamos a Aicuña. ¿219 habitantes? Es uno de los pueblos más viejos de la provincia, nos cuenta el Dante anfitrión, que construye todo el tiempo su casa albergue, nos enseña cómo se hace el suelocemento y hasta cómo se separa la paja del trigo. Guiso de lentejas con arroz y panceta. De rechupete. Siesta de pileta. Tarde de larguísimas caminatas a La Ciénaga, que no es tal sino un lugar bajo con abundante vegetación a lo largo de un riacho cristalino y cantor; una subida hasta el lugar dónde, allá por la segunda mitad del siglo XIX, los lugareños ocultaron la imagen de la virgen del Rosario, patrona del lugar, para protegerla de los supuestos ataques de Felipe Varela, el último caudillo, que según los unitarios venía arrasando iglesias e imágenes después de la derrota en el Pozo de Vargas. Nada pasó, pero el lugar persiste con una réplica. Y la imagen original, la ‘buena’, es subida por los pobladores en octubre hasta ese mismo lugar para pasar el día, rezar, hacer o cumplir promesas y escuchar música en el escenario montado en el medio de la piedra. El resto del tiempo las avispas son las dueñas del lugar, aunque hay restos de velas y fósforos en condiciones, por las dudas algún peregrino extemporáneo.
Bajamos, algunos por el camino de ida; una, que se anticipa, no advierte que va caminando por el lecho de un río. Todo lleva a un mismo lugar, el pueblo, y siempre es posible orientarse por la imagen de otra virgen, india de nariz respingada, que preside el caserío desde su mirador. El problema es que ahí descubrimos que el pueblo está cercado y las púas hacen difícil reingresar. Por suerte, lo logramos antes de que caiga la noche y no nos hayamos cruzado con un solo cristiano. La puesta del sol es una experiencia que se vive mejor junto a esa virgen guía, en altura, con todos los cerros a la vista.

El mirador de la virgen - Aicuña


Aceitunas, nueces y queso para esperar las riquísimas tartas que es lo único, aparte del baño, que nos separa del sueño.

De regreso por Talampaya

Al otro día, temprano, Aicuña queda atrás. Retomamos la 40 en sentido oeste hacia Villa Unión, para doblar luego a la izquierda a Talampaya. Pero antes nos demudamos cuando una curva nos presenta una imagen de 360° del valle del Bermejo que está entre lo mejor que uno puede llegar a ver en la vida. Se impone escala en Villa Unión. Combustible. Cajeros automáticos. Ruta. Control más exhaustivo de la policía porque “hay un operativo”. Y Talampaya.
El parque, patrimonio natural y cultural de la humanidad, ha mejorado sustancialmente sus servicios en los últimos años. Dos de nosotros van a internarse en el cañón en un moderno camión-ómnibus cuyo techo se abre a voluntad para no perderse nada a cambio de 300 pesos por persona. El servicio que reciben durante el trayecto es muy profesional. Todo está controlado. Inmediatamente nos acordamos de Paco.
Los otros dos nos quedamos en el parador, donde hay aire, porque son las 10,30 y durante tres horas vamos a esperar a los visitantes. Talampaya es un recorrido que ya hemos hecho varias veces.
Confiamos en el wi fi. Mal hecho. Internet es sólo para algunos: los guardaparques. Nos acomodamos en el comedor, frescos, sin que nos exijan consumición hasta que ver tanta gente moviendo la mandíbula y un reloj que marca las 12,30 nos abren el apetito. Nada es demasiado caro y se paga lo mismo que en cualquier otro lado.
La gente llega, compra los circuitos  de paseo y hace tiempo en el parador permanentemente. Cada hora hay una excursión. El sol, obeso, es el amo y señor de la situación. Se escuchan y ven diferentes idiomas y tipos de personas.  Capaz es una pena que sólo esté abierto de 8 a 18 en el verano. Debe ser alucinante por la noche. Pero eso también está previsto: las noches de luna llena, dos antes y dos después, se pueden tomar paseos nocturnos, informan los guías. Y uno suspira.



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