A pedido de una amiga psicóloga, la hermosa Viviana Stirnemann, escribí un testimonio como paciente del sistema general de salud, del dispositivo de salud, diría yo mejor. Un relato no demasiado trascendente que, más allá de la enfermedad, habla de personas, de dignidad, de poder, de vulnerabilidad y de libertad.
El paciente relato de
un paciente impaciente
Por María Rosa Di Santo
Me dicen que ahora, en salud, los pacientes somos usuarios.
Por defecto profesional (comunicadora, periodista) me remito a los significados
no técnicos:
Paciente:
El diccionario de la RAE define a esta palabra de estas maneras:
1. adj. Que tiene paciencia.
2. adj. Que manifiesta o implica paciencia.
3. adj. Fil. Dicho de un sujeto: Que recibe o padece la
acción del agente. U. t. c. s. m.
4. m. y f. Persona que padece física y corporalmente, y
especialmente quien se halla bajo atención médica.
Mientras que usuario
sería:
1. adj. Que usa algo. U. m. c. s.
2. adj. Der. Dicho de una persona: Que tiene derecho de usar
de una cosa ajena con cierta limitación. U. m. c. s.
3. adj. Der. Dicho de una persona: Que, por concesión
gubernativa o por otro título legítimo, goza un aprovechamiento de aguas
derivadas de corriente pública. U. t. c. s.
Y me pregunto ¿dónde estoy yo en estos conceptos?
Tengo casi 57 años y estoy a punto de jubilarme tras 40 años
de trabajo.
Uno es ‘paciente’ del sistema de salud de manera intermitente
a lo largo de toda la vida, a menos que sea sano “como un roble”, como decía mi
mamá, o que opte por sanarse de alguna
otra mágica manera. Es decir, cada tanto su cuerpo o su mente padece alguna
dolencia y requiere atención médica. Pero, en mi caso, eso no implica que sea
‘paciente’ en el primer o segundo sentidos del diccionario.
¿Qué es lo que más me impacienta de los médicos? Lo mismo que
ante los abogados: el uso de un lenguaje técnico, críptico, destinado sólo para
‘entendidos’, que además de ubicarme en el lugar del enfermo, me sitúa en un
rol pasivo respecto de mi propia vida, mi propio cuerpo, e invalida mi
posibilidad de decisión.
El ‘otro’, ese que cuelga sus certificaciones en la pared del
consultorio, es el que sabe y yo el que le dejo hacer.
El médico, con su poder, detiene mi vida cotidiana. Dispone
de mi carne, de mi alma, de mi tiempo, de mis posibilidades de vivir como yo
quiero. Y supongamos que lo hace con la mejor de las intenciones: curarme, pero
se olvida a veces preguntarme algo fundamental: ¿cuánto estoy dispuesta yo a
poner en juego para lograrlo, si es que la cura es posible y no un proceso que
tiende a disminuir lo que se pueda el nivel de riesgo? Así las cosas, un
médico, aún sin saberlo, pone en juego mi propia libertad y así lo he sentido
siempre.
Hace 28 años con mi pareja tuvimos dos hijas, gemelas. Por un
error de la médica ginecóloga que me atendía – era un caso de riesgo en sí mismo,
pero más aún para La Rioja de aquella época y yo, pese a las previsiones, no
pude trasladarme a tiempo porque a los 5 meses de embarazo comencé un largo
período de reposo por riesgo de pérdida – mis hijas fueron, de diferente
manera, afectadas por parálisis cerebral a raíz de una hipoxia mientras estaban
aún dentro del útero.
Desde sus nacimientos, a los 8 meses de gestación, la cosa
estuvo complicada. Fueron trasladadas al único sanatorio que por entonces tenía
servicio de neonatología, además del hospital. Cuando me dieron el alta y fui a
conocerlas, me pasaron dos cosas que recuerdo aún como si hubiese sido ayer:
-Me sale al cruce la
doctora jefa del servicio, Bossa, que me dice: “Ud. tenía una infección
urinaria”. “No. Yo no tenía. Están los análisis previos”. ¿Objetivo? Deslindar
rápidamente responsabilidades porque las bebés se habían infectado y les
estaban dando unos antibióticos fuertes que aumentaban su riesgo de vida.
-Ingreso a la sala donde estaban las niñas en las
incubadoras. Una enfermera me dice: “las vimos fieritas” lo que les llevó a
darles algo así como una bendición que resulta ser parte del bautismo. Mi mamá
era enfermera y yo sabía lo que significaba estar ‘fierito’. Sin embargo, nadie
pensó siquiera si la familia era creyente y a qué religión adhería.
La visita era por entonces de media hora a la mañana y otro
tanto a la tarde. Cuando salí de ahí me abracé a mi hijo mayor, de dos años. Me
sentí absolutamente sola y vulnerable. Me sentí culpable. Y esa sensación me
acompañó durante años.
Seis meses después de una crianza atípica, de niñas como
flores ‘de interior’, preservándolas de todo y de todos, volvieron a
infectarse. Nueva internación en el mismo lugar. Único lugar, porque la Dra.
Bossa también era por entonces la responsable del mismo servicio en el hospital
público. Durante una semana no supimos qué germen lo había provocado. No tenían
diagnóstico. Una de las niñas parecía marchitarse en la cuna. Con el padre
decidimos trasladarlas a Córdoba, adonde ya nos habíamos comunicado con un
médico atípico, una eminencia en todo sentido en la pediatría que se llama
Pronsato. La reacción de Bossa fue decirnos que las niñas podían morir en ese
operativo y que ella no firmaría el alta. Que, por lo tanto, nosotros debíamos
hacerlo y hacernos responsable de lo que pase. Es difícil transmitir lo que
sentíamos porque básicamente los padres que no somos médicos somos ignorantes y
por lo tanto impotentes, indecisos, muy vulnerables. Sin embargo, las
trasladamos y esa fue una de las mejores decisiones que al menos yo tomé en mi
vida, porque allí supimos lo que les pasaba pero además les detectaron las
primeras secuelas de la parálisis cerebral y empezamos los tratamientos.
En Córdoba, durante años, vimos a los mejores especialistas.
No hablaré aquí de la cuestión financiera de la situación, pero vivíamos en
quiebra trabajando a cuatro manos todo el tiempo posible y sin descuidar a los
hijos. Los cuadros de las niñas diferían y mientras en un caso el médico más
importante era el neurólogo, en el otro fue el fisiatra. En el medio hubo
traumatólogos, cardiólogos y todos los profesionales de la salud que trabajan
en la recuperación. Un acierto fue trabajar con ALPI, cuyo director - Gándara - era el médico de una de las
chicas, porque el equipo nos tomaba como un todo y también nos asistía
psicológicamente como padres, mientras el resto nos enseñaba a hacerles los
ejercicios para que continuáramos con elos en La Rioja. El otro acierto fue la
decisión de pedirle al Dr. Pronsato, el pediatra que le dedicaba una hora y
media a cada paciente, que fuera nuestro ‘apoderado’ y mediara entre los
médicos. Ocurría que mientras un especialista decía una cosa, otro decía otra e
indicaban medicamentos que por un lado paraban convulsiones y por otro
arruinaban el hígado. Con la representación de Pronsato pudimos acceder a un
trabajo de equipo de alta calidad.
Creo que las primeras consultas que hicimos con el neurólogo
pediatra, el Dr. Ruiz Funes en el Hospital Privado de Córdoba, son episodios
dignos de relatar. Ruiz Funes ‘ya era’ como suelen decir los viejos por acá,
una eminencia. Frío pero correcto observó, escuchó, nos pidió estudios varios.
Volvimos una segunda vez con todo. Ruiz Funes entró al consultorio acompañado
por sus discípulos. Revisó los informes, las pruebas. Auscultaron a las bebés.
Y habló… para los discípulos. Técnicamente les dijo cuál era el diagnóstico.
Nosotros estábamos buscando diagnóstico. Con mi marido nos miramos. Ambos nos
sentíamos igualmente estúpidos. Entonces, cuando ya la consulta se daba por
terminada, le digo: “Dr., ya que somos los directamente interesados en los
casos, podría traducirnos a un lenguaje criollo qué es lo que tienen nuestras
hijas, qué se puede hacer y esperar, qué futuro tienen?”. Ruiz Funes despidió a
los discípulos, se sentó, tomó un papel y nos dibujó la situación. ¡Fiat lux! Y
desde entonces nos acompañó en un largo proceso que, neurológicamente, fue el
éxito más impensado de todos. Nuestras hijas no solo sobrevivieron y aún están
con nosotros. Son personas autónomas. La epilepsia que aquejaba a una de ellas
se curó y hace 13 años que no necesita medicación. Ruiz Funes, Gándara, su
equipo interdisciplinario y Pronsato lo hicieron con nosotros, confiando uno en
el otro, advirtiendo que de este lado, del lado de los que padecemos directa o
indirectamente, hay personas que deben ser consideradas siempre como tales.
Muchos años después, en 2011, una molestia insistente me
llevó a mi ginecóloga, la Dra. Norma Vidales. El miedo me llevó a Norma. Un
miedo nuevo. Un miedo definitivo. Ella se preocupó conmigo y me mandó
inmediatamente a interconsulta. No por nada Norma ha sido mi ginecóloga durante
años, luego de abandonar a aquella médica que, por extender el embarazo,
inyectó un Valium en vena que provocó la hipoxia. Y conocí al Dr. Díaz Moreno.
Este especialista en mamas me auscultó y en principio confirmó lo peor ad
referéndum de más estudios. Era cáncer nomás. Hicimos los estudios. Díaz Moreno
se sentó, sacó un papel y me describió la situación, lo que había que hacer y
lo que era dable esperar.
Cáncer. La palabra maldita. Es mentira que las malas palabras
sean los insultos cotidianos. Cáncer es mala palabra. Cáncer es muerte, pero en
ocasiones es lo de menos. Cáncer es dolor. Y en mi caso eso es lo más. El
cáncer pone a prueba el poder de la palabra.
Una palabra de seis letras que define el antes del después, que te roba
el futuro y te transforma el presente.
Y sin embargo hay que poder pronunciarla. Cáncer. Lo primero
que hay que tratar, creo yo, es el miedo. Y lo segundo, los fantasmas de una
muerte que se hace carne, se convierte en certeza en el propio cuerpo. Todos
sabemos que nos vamos a morir, pero el cáncer funciona como una condena al
cadalso. La palabra supone la certeza absoluta de que ocurrirá. Y de la peor
manera.
Vulnerada, condenada, el médico me dijo que me tenía que
operar urgente, porque los tumores crecen muy rápidamente y el caso se
agravaría si lo demorábamos. Entonces, esa lucidez del momento, de la
desesperación, me lleva a decirle “bien, pero antes vamos a hacer más
interconsultas. No quiero error de diagnóstico (varios de mis conocidos que
murieron por cáncer lo hicieron más por errores de diagnóstico). Esta noche
viajo a Córdoba. Voy a consultar y vuelvo”. Díaz Moreno se quedó de una pieza.
Admitió que sí, que era “su cuerpo, su vida” y después de contarme cómo se
había formado y garantizarme su expertez, me tuvo que dejar ir. “Voy y vuelvo.
Voy a volver”.
Gracias a mis amigos de Córdoba, conseguí sobreturnos con
eminencias. Hice tres interconsultas. El primero confirmó, la segunda desmintió
y llegué al tercero. El capo más capo que había en esa época en la ciudad. El
hombre escuchó, anotó, miró, auscultó. Se volvió a sentar y me dijo “Ud. debe
operarse ya. El tumor está en este lugar, pero está complicado”. “Espere, ese
no es el lugar” dije yo con toda mi ignorancia a cuestas, sin saber que lo que los
otros habían mirado de arriba abajo, él lo había visto al revés pero en el
mismo sitio. “Tres especialistas me dijeron otra cosa”. Fue como si un cuete le
hubiera estallado en la silla. Abrió los ojos, me miró sacado. No lograba
entender que un mortal simple lo comparara a él con ignotos competidores. “Ud.
va a hacerse estos estudios previos, porque yo no puedo ingresarla al quirófano
sin conocer todo esto. ¿Qué obra social tiene?”. “Osde”. Llamó a un
colaborador. “Pídale todos estos estudios y resérvele un turno en el quirófano
para el lunes”. Me fui, con todos los pedidos. Dos horas después estaba
regresando a La Rioja. Diez horas después estaba frente a Díaz Moreno. “Vine a
que me opere. Pero antes vamos a hacer todo esto, porque quiero saber con
certeza que el cáncer sólo está en la mama”. El médico me miró, me pidió que le
cuente cómo me había ido y después me dijo, tranquilo “¿Cómo puede pensar que
yo la operaría sin saber cómo está su hígado, sus pulmones, sus huesos…? Por
supuesto que iba a pedirle esto”. Me operó y varios meses después, cuando una
médica eminente de Córdoba indicó las sesiones de rayos, una mujer que más que
una médica parecía una ingeniera nuclear, me dijo con frialdad: “el médico que
la operó le salvó la vida”.
Díaz Moreno mediante, volví a sentirme sana. Me derivó a
oncología. Averigüé quién era el mejor. Visité al Dr. De Romedi, en IMGO
Córdoba. Y conocí a una bella persona. Ambos éramos personas. Uno para el otro.
De Romedi analizó el caso, se mostró muy optimista y me dijo que a su criterio
y por mi buen estado de salud general tal vez no valía la pena hacer
quimioterapia preventiva, pero sí rayos, para sellar la zona, pero que de
cualquier manera el caso sería estudiado en un ateneo y allí se tomarían las
decisiones. Los oncólogos siempre hablan en términos de estadísticas, así lo
aprendí. Días después uno de sus ayudantes me envió el protocolo de quimio que
debía seguir. Lo llevé a Díaz Moreno. Él me explicó, asombrado, que en lugar de
no hacer quimio me habían indicado el protocolo ‘fuerte’: seis sesiones. Y yo,
que volví a no entender nada, le comuniqué a De Romedi que no haría la quimio.
Allí comprobé que los pacientes, en su mayoría, son demasiado pacientes. Y que
los médicos, amos y señores del saber, no están acostumbrados a enfrentar
decisiones contrarias a sus designios. El ayudante de De Romedi se quedó de una
pieza, creyó estar tratando con alguien loco y me ordenó que lo hiciera. Yo le
dije que era dueña de mí y que la muerte ocurriría naturalmente, incluso
también a ellos. Me llamó De Romedi. Me pidió por favor que revea mi decisión,
que aunque era preventiva, no valía la pena ponerme en riesgo por no hacerla.
Como Díaz Moreno, me sugirieron hablar con pacientes que habían tenido el mismo
cáncer y sobrevivieron a la enfermedad y a los tratamientos. Y eso hice. Y,
también sintiendo el peso familiar en la decisión, acepté la quimio.
“Le vamos a tirar con misiles para atacar, de manera
desproporcionada, alguna célula que haya podido quedar por ahí” me dijo uno de
los oncólogos, explicándome lo que significaba.
“Vas a sentir que cada 20 días te pasa un camión con acoplado
por encima y te vas a recuperar y otra vez y otra vez y otra vez” me dijo una
sobreviviente. “Y con cada sesión será peor” pero el cuerpo se recupera.
La quimio actúa por acumulación. Descubrí que las 48 horas
posteriores la pasaba mucho mejor si tomaba Valium y dormía, relajada, mientras
el tiempo pasaba. Sin embargo, en la tercera sesión lloré porque sentí que las
drogas no sólo infectaban mi cuerpo sino también mi cabeza. Y después de mucho
pensar decidí cortar el tratamiento. Tanto Díaz Moreno como De Romedi me
rogaron que hiciera 4 de las 6, como mínimo indispensable. La hice. Y eso fue
todo.
La quimio por vena, que me hice en La Rioja con otra bella
persona, el Dr. Molina; la quimio durante 5 años por vía oral me convirtieron
en una persona un poco diferente, apuraron la vejez. Uno de los medicamentos me
provocó una trombosis en una de las piernas. Sólo por suerte me salvé. Uno de
los brazos quedó como un bebé de cuidado desde la operación. No puede
infectarse ni lastimarse ni estar mucho para abajo ni llevar peso. Justamente
el derecho y soy derecha. Mis uñas se desarman en capas. No quiero pensar mucho
en cómo habrán quedado los huesos. Las venas del brazo izquierdo son líneas
débiles, salvo una. Engordé. Tengo lagunas mentales, una especie de pozo de
nombres propios que luego vienen, retornan, cuando quieren. Parte de los
bronquios se quemaron con los rayos, pese a los máximos cuidados durante los
disparos. Cinco años después, este año,
no hay cáncer a la vista. Estoy vieja, ajada. Pero estoy viva. Y soy más sabia.
Ya no gasto mi tiempo en tonteras, en situaciones, actividades o personas que
no valen mi pena. Mi tiempo es el único tiempo que tengo. Me amigué con el
presente y acepté el pasado. Solo hago proyectos a corto plazo. Disfruto todo
lo que puedo. Desdramaticé la muerte. Y sólo tengo un miedo en lo que a mí
concierne: el cáncer. O mejor dicho aún: el dolor.
Alguien me ayudó a discernir entre dolor y sufrimiento. Temo
al dolor, pero erradiqué el sufrimiento. Y sobre todo me alejé de quienes, por
alguna razón, gozan sufriendo. No es cierto que vivamos para sufrir. Vivimos. No
soy suficientemente paciente para sufrir.
La Rioja, 18 de agosto de 2016
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